miércoles, 15 de abril de 2020

III - Jesús, bajando a los infiernos, muestra el triunfo de su resurrección. 1 Pe 3,18-20




Porque también Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios. Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu; en el espíritu fue a predicar incluso a los espíritus en prisión, a los desobedientes en otro tiempo, cuando la paciencia de Dios aguardaba, en los días de Noé, a que se construyera el arca, para que unos pocos, es decir, ocho personas, se salvaran por medio del agua.


Jesús resucitó tras haber estado en la morada de los muertos, es decir, los infiernos (sheol, hades), que no es lo mismo que el lugar de los condenados, el infierno.

Todos los justos que murieron antes de Él esperaban la redención. Y a ellos fue a anunciarles la Buena Noticia de la salvación: «se anunció el Evangelio también a los que ya están muertos» (1 Pe 4,6). La misión de Jesús no quedó interrumpida ni por su muerte, fue más allá de ella, ni una vez muerto dejó de tener misericordia.

Pero, si les anunció la salvación a los muertos, no fue simplemente para que tuvieran noticia de ella, sino para que fueran partícipes de la misma. Jesús tendió la mano a Adán y a los demás justos y les abrió las puertas del cielo y de la resurrección del último día.

Si tan universal fue la salvación que hasta a los muertos llegó, no hay un rincón de la historia que no pueda ser redimido por su compasión, no hay nada en nosotros por terrible que nos pueda parecer a lo que no pueda llegar el amor del Resucitado.

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