domingo, 26 de abril de 2020

XIV - Jesús sube a los cielos para abrirnos camino. Hch 1,10-11




Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».


Entre el recuerdo y la esperanza, así caminamos en la fe. Pero un recuerdo que no son meras noticias que nos lleguen del ayer y retengamos en nuestra memoria, porque en el memorial, que es la Eucaristía, está presente y tiene lugar el único y definitivo sacrificio de la Cruz realizado de una vez para siempre.

El pasado no existe, si no es en la forma de haber sido. Pero ese pasado de Jesús, no está así presente, no está presente porque nuestra memoria le esté dando algún tipo de realidad. Sino porque es un pasado que está presente haciendo posible el ahora, en el ahora mismo. Y, por la fe, está presente a nosotros y nosotros presentes en su presencia.

Y ese Jesús glorificado volverá. No es un futuro que penda de las posibilidades que nosotros tengamos y, por tanto, de que nosotros lo realicemos. No es un futuro que simplemente esté en nuestra imaginación. Lo poseemos anticipadamente, como prenda, en la Eucaristía y esa posesión es lo que llena nuestra vida de esperanza en su venida y en la gloria futura, en el cielo que Él nos abre.

Entre el recuerdo y la esperanza, nuestro presente está preñado de realidad, de pasado y de futuro. Una realidad amorosa que hace que nuestro presente esté lleno de amor y que nosotros también hagamos de nuestra vida amor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por tan bonita entrada tan clarificadora en el sentido que voy a intentar explicar. Si he entendido bien, la forma recta de entender las cosas es esta: un Dios que no falla y que se duele cuando fallamos nosotros. Sin embargo, parece que pocas veces el hombre común se refiere en su día a día a ese amor de Dios. Creo que se decía antes, lo oía yo de pequeño a menudo de boca de una de mis tías, “todo se acaba menos el amor de Dios”. A nuestro alrededor, sin embargo, son frecuentes las referencias a un Dios justiciero, que lleva cuenta de los errores y pecados, que provoca el rechazo de quienes han tropezado, que en lugar de sentirse perdonados y acompañados, sólo perciben la sentencia por el fallo cometido. Ese rechazo, derivado de una incomprensión radical, se extiende a la Iglesia. Antes acusada de ser represora, oscurantista y cercenadora de nuestra libertad. Hoy que tanto se ha suavizado, hasta extremos de inaudito sentimentalismo, se la sigue rechazando tal vez porque nos sigue recordando, pese a todo, que no hay más que un solo Dios, y no somos nosotros. El caso es que no ser capaz de ver las cosas como se describen en la entrada aleja a mucha gente de la alegría y el consuelo que representan la Fe y los Sacramentos.
Atentamente,
Timofeevich Polukhin García.