lunes, 30 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XXII.2 / Mateo 5,9s

Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán "los hijos de Dios". Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos (Mt 5,9s).
La Eucaristía es el Cielo en La Tierra y, por ello, es espacio de dicha y bienaventuranza. Es momento de encuentro con el feliz Jesucristo, nuestro único gozo. En ella, nos encontramos con la verdad de las bienaventuranzas y vivimos anticipadamente lo que ellas serán por toda la eternidad.

Contemplamos a nuestro modelo de felicidad, que se nos hace presente. Jesús es el que ha trabajado por la verdadera paz, es decir, por la reconciliación de lo que había dividido el pecado. Ha devuelto la paz entre el hombre y Dios, del hombre con los hombres, con el resto de la creación y consigo mismo. Él es el Hijo de Dios y, tras llevar a cabo la obra reconciliadora de la Cruz, está sentado a la derecha del Padre.

Jesús es el perseguido por causa de la justicia. Es el sumamente inocente que ha muerto "in-justiciado" en la Cruz por hacer la voluntad del Padre, por serle en todo obediente. Y es el que, tras recibir el no de los hombres, que es la negación de Dios pues lo es de la justicia que Él traía, ha sido entronizado y, como Rey eterno, gobierna el universo.

Pero, en la Eucaristía, no solamente cobran actualidad, se hacen presentes, estos misterios de la dicha de Cristo. Es que esa bienaventuranza ahí se nos brinda. De modo que es para los pacificantes y los perseguidos por el nombre de Jesús. Estar reconciliados, anunciar la reconciliación de Dios y obrarla; buscar en todo el Reino de Dios y su justicia son preparación y disposición adecuadas para la comunión.

Y es la participación en el misterio pascual la que hace posible que trabajemos por la paz y la justicia. De modo que la vida de gracia es como una creciente espiral. Jesús nos introduce en su reconciliación y nos da el deseo de la justicia divina y, en cuanto lo secundamos, así con Él comulgamos y, en la medida que entramos en comunión con Él, así crecemos en reconciliación y justicia. Pues recibirlo es unirnos a Él; y caminar hacia la comunión, ¿qué es sino buscarle a Él, justicia de Dios?

De modo que, en la Eucaristía, encontramos la dicha de ir creciendo en la filiación divina recibida en el bautismo, en el que fuimos reconciliados con Dios. Y, en ella, se va dilatando nuestra participación en el Reino de Dios del que entramos a formar parte en el bautismo, en el cual, al acercarnos a sus aguas, rechazábamos a Satanás y nos adheríamos a la justicia de Dios al profesar la fe en Él.

domingo, 29 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XXII.1 / Salmo 31(30),20


¡Qué bondad tan grande, Señor, reservas para tus fieles! (Sal 31(30),20).
Ante quien tiene delante, el comulgante queda prendido por la admiración de la grandeza ante la que se encuentra. Son muchas las distracciones, a veces la rutina, no pocas una fe apenas saliendo de la hibernación, pero, a nada que nuestra atención esté despierta, se ha de apoderar de nosotros la verdad de quien tenemos tan cerca y embargarnos en la atracción de su belleza que nos mueve a la alabanza.

Esta moción espiritual individualmente vivida es convergente con la de los demás y llamada a traducirse en canto gozoso de glorificación. Es frecuente que esto se vea frustrado, tristemente también que en muchos no se eche de menos. Lo ideal sería que unánimes y unísonos cantáramos la antífona con sus estrofas sálmicas.

¿Acaso esa bondad que, como en tabernáculo, está reservada en el seno de la Trinidad, no es para desbordar nuestro ser en alabanza y amor? Sí, como si fuera un sagrario, pues el Sumo Sacerdote, Cristo Jesús, que es la víctima que se ofrece al Padre y se nos da en alimento, ha penetrado en el Santuario celeste. Está ahí para que quienes lo pregustamos ahora gocemos de Él tras la muerte eternamente, para que participemos de su bondad divina por siempre.

Y está reservada para sus fieles. ¿Y quienes son estos? Deja que tu alabanza hable de tu fe, te diga la verdad de tu fidelidad.

sábado, 28 de agosto de 2010

Antífona de entrada TO-XXII / Sal 86(85), 3.5

Piedad de mí, Señor; que a ti te estoy llamando todo el día, porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan (Sal 86(85), 3.5).
Como en tantas otras antífonas, en ésta encontramos claramente resaltados los dos polos de la celebración, que son también los de la vida. Por una parte, Dios, pleno de bondad y misericordia; por otra, el creyente, miserable pecador y necesitado de la clemencia divina.

Entre estas dos orillas, hay un puente tendido por Dios al descubrirle al hombre su situación y, a la par, el amor que Él le tiene. Pero el hombre tiene que recorrerlo, ir al otro lado, pero no tiene fuerzas suficientes para llegar allí; en un primer momento, sólo tiene el aliento recibido para pedir.

El salmista ora incesantemente. No lo hace solamente en alguna ocasión o muchas veces o casi siempre. Su oración es sin intermisión, todo el día, a la luz del Sol y de la Luna, tal y como nos enseña y manda el apóstol: "Orad sin cesar" (1Tes 5,17). Ésta es una de las cuestiones en torno a la cuales se desarrolló la espiritualidad cristiana en los primero siglos de la Iglesia.

Esta oración incesante, como nos indica la antífona, es la preparación adecuada para la Eucaristía. Mas también es un camino en la vida y, por ello, mientras no hayamos llegado al orationis status, nuestra disposición para la celebración tendrá que ser estar aparejándonos para esa oración ininterrumpida. El creyente debe determinarse y progresar decididamente hacia el estado de oración, purificando su corazón de toda afección desordenada, abriendo su atención a lo infinito y eterno, a Dios.

Y es que la espiritualidad del creyente no es sino el desarrollo y crecimiento de la vida recibida en el bautismo.

jueves, 26 de agosto de 2010

El Castillo en el Cielo

Gracias a un amigo, he podido ver en DVD, con la entusiasta compañía de una nube de sobrinos, El Castillo en el Cielo de Hayao Miyazaki. Y he disfrutado doblemente, por el infantil regocijo y por la calidad del trabajo. Sencillamente una gran película; en todos los aspectos habría que darle una elevada calificación. Las referencias cultas, aunque el público de pre-escolar y primaria no las capte, son abundantísimas, tanto de cine como de pintura o literatura. Voy a detenerme brevemente en una de ellas, la que le da el verdadero fondo de misterio a este trabajo y lo lleva a trascender los géneros fantástico y de aventuras.

Sheeta, la niña protagonista, posee un objeto que es el que da acceso a una leyendaria isla flotante en el cielo. Dos grupos tratan de hacerse con él para poderse apropiar de las riquezas y el poder científico que habría poseído la civilización extinta de ese mundo fascinante y atrayente. Pazu, un amigo que encuentra la pequeña, tratará de ayudar a la perseguida.

La película Naves misteriosas (Silent Running, 1971) de Douglas Trumbull concluye con el invernadero de una nave espacial, lo único que queda de vegetación de La Tierra, a la deriva, cuidado por un robot-jardinero y sin presencia humana. Algo parecido es lo que se encuentran Sheeta y Pazu al llegar al castillo en el cielo y así es como concluirá la cinta.

Una imagen sobrecogedora y muy expresiva. Un jardín y un jardinero robótico envuelven un enorme silencio, una indescriptible ausencia. ¿Dónde está quien los hizo y le dio a uno la misión de cuidar y cultivar y al otro de embellecer, dar frutos y amenidad? ¿Dónde se encuentra aquél para el cual es ese pequeño Edén? Teodicea pura implícita en cine de animación.

Acaso cultivando y cuidando esta tierra nuestra para su Creador llenemos del silencio del misterio nuestro mundo.

lunes, 23 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XXI.2 / Jn 6,55


El que come mi carne y bebe mi sangre -dice el Señor- tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6,55).
La Eucaristía es el memorial del sacrificio de la Cruz. Y, lo mismo que quienes participaban en los sacrificios veterotestamentarios -salvo que toda la víctima fuera para Dios- comían parte de lo ofrecido, así quienes toman parte en la misa pueden comer de la víctima. En el holocausto, toda era para Dios y, por ello, quienes lo ofrecían no podían comer. Aquí también Cristo se ofrece totalmente al Padre, pero nosotros podemos comer a la víctima en su totalidad. Jesús es todo para Dios y se nos da también a nosotros totalmente.

No es como si lo comiéramos, no es un simple recuerdo psicológico escenificado. Se trata, aunque de modo incruento, de un banquete sacrificial. Y a quien comemos es al Logos eterno del Padre. Por ello, esta manducación es como una audición. De modo que, para comer y asimilar esta divina comida, debemos tener presente la parábola del sembrador.

Hemos de ser tierra buena para recibir a Cristo, ese grano que muere para darnos vida eterna. Y así, en el presente, tenemos ya esa vida divina y la esperanza de que nuestros cuerpos serán por Él resucitados al final de los tiempos.

domingo, 22 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XXI.1 / Sal 104(103),13.14s


La tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor; para sacar pan de los campos y vino que alegra el corazón del hombre (Sal 104(103),13.14s).
Toda la creación se sacia con la acción de Dios sobre ella. Todo ha sido creado no para ser abandonado por su hacedor, sino que todo tiene su plenitud de ser en la acción continua de Dios en sus criaturas. Todas las criaturas tienen hambre de que Dios siga obrando en ellas, que las siga dando ser, que las lleve a la plenitud de su realidad.

Las criaturas tienen otra plenitud, más allá de seguir siendo, y es la que encuentran en la historia. El hombre re-obra sobre ellas dándoles una finalidad. Esta acción humana no es ajena a la de Dios. Nosotros no imprimiríamos ese sello sobre las cosas si Dios dejara de sostenernos en el ser, si no nos hubiera dado la capacidad de nombrar las cosas. El hombre cultiva la realidad. No solamente cosecha trigo y vendimia uvas, además hace pan y vino, con todo lo que ello comporta. Pueden ser para la fiesta familiar, que alegra el corazón del hombre, y para la ofrenda cultual, como hizo Melquisedec (cf. Gn 14,18).

Pero, además de la plenitud histórica, tienen una mayor, la que les da Dios haciéndolas expresión de su misterio. Los sonidos, en la historia, son palabras, y Dios las lleva más allá y las palabras humanas son, en labios de Jesús, palabras divinas, así como en las Sagradas Escrituras. En los sacramentos, además de ser ocasión para la presencia del misterio, sirven para un signo eficaz de gracia.

En la Eucaristía, bendecimos a Dios por el pan y el vino. Son fruto de la tierra y del trabajo del hombre, son realidad natural, pero tienen también la impronta de la historia; y todo ello gracias a la acción de Dios, por ello lo bendecimos. Pero por su acción irán más allá, serán transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Y nosotros, por el bautismo, somos llevados más allá de nosotros mismos y hechos hijos de Dios. Y la gracia de la Eucaristía nos va haciendo crecer en la divinización. El hombre se sacia con la acción fecunda de Dios.

viernes, 20 de agosto de 2010

Antífona de entrada TO-XXI / Sal 86(85),1ss


Inclina tu oído, Señor, escúchame. Salva a tu siervo, que confía en ti. Piedad de mí, Señor, que a ti te estoy llamando todo el día (Sal 86(85),1ss).
La celebración es un diálogo entre Dios y su pueblo. En toda conversación, no es solamente necesario que se hable, sino también que se escuche. Si nosotros entramos en conversación con Él, es porque ha tomado la iniciativa. Aunque, en principio, no tengamos por qué pretender que nos escuche y nos hable, a la celebración de la Eucaristía acudimos esperanzados, pues ha sido Él quien nos ha invitado ha conversar, a dialogar con Él.

Y también nos enseña a hacerlo. El se muestra como el que dialoga con el hombre. Qué estremecedor es escucharle, por ministerio del ninfagogo del salmo 45, decirnos: "Escucha, hija, mira: inclina el oído" (Sal 45,10). Invitándonos a escuchar, nos enseña a situarnos en actitud de diálogo con Él, a pedirle que nos escuche, a saber que no podemos imponerle nuestras palabras.

Por la escucha, comenzamos a responderle a Dios, pues lo primero que nos pide es que le prestemos atención. De la escucha, nace el seguimiento y la obediencia a su palabra, es la fuente de lo demás. Cuando Jesús es preguntado por el primer mandamiento, nos recuerda el paso del Deuteronomio conocido como el Shemá (Escucha):
Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado. [...] (Dt 6,4-7).
Y a Dios le pedimos que nos escuche y le decimos que tenga piedad de nosotros. Le hemos escuchado como Señor y esto nos ha enseñado la humildad y el reconocer su grandeza, que Él es quien nos puede salvar. El entrar en diálogo con Dios, como respuesta a su invitación, es la escuela de la verdadera piedad. Nos hemos situado en la debilidad que somos, ante el más fuerte y misericordioso.

Y le pedimos una palabra de respuesta, a nosotros que hemos aprendido de Jesús a orar ininterrumpidamente: que tenga piedad de nosotros. Y su palabra de respuesta es su Logos eterno que se entrega en la Cruz. La Eucaristía es lo que Dios nos da en este diálogo de amor que quiere mantener con nosotros.

jueves, 19 de agosto de 2010

Monotonía litúrgica

Pasé unos días en una abadía. En una de las celebraciones, cantamos la sexta misa del kirial cisterciense; hermosas melodías gregorianas. Con el Gloria, una vez más, junto a miles de monjes y fieles de múltiples lugares y siglos, alabábamos a Dios. Y, sin embargo, era nuevo, un cántico nuevo para el Señor, con una antigua melodía, entonado muchas veces por los presentes.

¿Dónde está la novedad? Con frecuencia, las parroquias cambian los cantos y no siempre por otros mejores, aunque esto sería fácil en cuantiosos casos. Hay miedo al aburrimiento, a la monotonía. Hay que entretener a la gente y, como huella, esa expresión en la que se dice que la misa fue amenizada por el coro x. Esta fobia se deja sentir de muchas otras maneras.

La ritualidad, que forma parte de la liturgia, es siempre reiterativa. Esto apunta a la expresión de la eternidad, de lo permanente, de lo que ni pasa ni perece. Pero, aunque objetivamente esto es así, para muchos señala al tedio. Aunque en la celebración de los misterios se hace presente el que siempre es nuevo, la eterna novedad de Dios, sin embargo, la acogida y vivencia depende de la fe.

De modo que el miedo a la rutina, a lo monótono o el simple aburrimiento, de lo que nos habla es de la inmadurez de la fe. Aunque haya que cambiar muchos cantos, no hay que hacerlo por no aburrir, por ser atractivos, sino porque no sean apropiados litúrgicamente. Y esta como topofobia también nos dice lo mucho que hay que replantearse el modo en que se lleva, por lo general, a cabo la iniciación cristiana.

Quien camina en la maduración de su bautismo va de novedad en novedad, de sorpresa en sorpresa. El encuentro con Dios sacia sin hastiar, es plenitud abierta a crecer; paradoja divina. Para el corazón que busca a Dios y va limpiando las piedras y espinos de su tierra, la misma lectura es siempre nueva, y el mismo rito y la misma canción.

[La imagen la ha cedido gentilmente Vicente Miró desde su blog]

lunes, 16 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XX.2 / Jn 6,51s



Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo -dice el Señor-; el que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6,51s).
"Yo soy". En el episodio de la zarza ardiente, Moisés escuchó el nombre de Dios (cf. Ex 3,14). Nosotros, en la Eucaristía, estamos en una intimidad mayor que la suya con Dios. No estamos ante un fenómeno sensorialmente extraordinario. La apariencia del pan y del vino se mantiene, ningún aparato científico detectaría nada anómalo. Pero hay algo más que en el monte Sinaí. Allí la zarza ardía sin consumirse, aquí la apariencia no cambia, pero el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre.

En la comunión, también Dios nos habla. Con sus palabras, nos está diciendo de sí. También nos dice "Yo soy". Y su acercamiento al hombre es mayor. Ahora está verdadera, real y sustancialmente presente su Cuerpo. El Hijo de Dios bajó del cielo encarnándose en el seno de María. Y el que se hizo hombre está presente en el altar para mí. Es pan bajado del cielo.

Pero está presente para mí como pan vivo. Está vivo tras la resurrección y también es pan vivo porque es vivificante, porque comunica la vida divina, la vida gloriosa del Señor resucitado. El que lo come vive para siempre. Que no es simplemente que viva indefinidamente una vida meramente humana, sino que participa de la eternidad de Dios, que pre-gusta los bienes del cielo. Al comulgar, recibimos el ardiente amor divino, que no nos destruye, sino que nos glorifica, nos da vida eterna.

Y Dios envió a Moisés con una misión...

Antífona de comunión TO-XX.1 / Sal 130(129),7

Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa (Sal 130(129),7).

El hombre siempre, de una u otra manera, ha tenido necesidad de la misericordia de Dios. Sin Él, somos nada; sostenernos en el ser es misericordia suya, no tenemos título alguno para reivindicarlo.

Pero, aunque siempre necesitado de misericordia, no siempre lo ha estado de redención. En el Paraíso, Adán al estar en comunión con Dios no precisaba ser rescatado del pecado, no había que enjugar la distancia entre Dios y el hombre, pues estaban unidos.

Después de la infidelidad humana al amor divino, el hombre necesita redención. Mas lo necesario no puede alcanzarlo, no puede llegar a ello. Sólo, si viene a él el rescate, será salvado.

Con frecuencia, los hombres esperan que venga de muchos sitios la liberación de las cadenas en que presos se encuentran. Pero solamente del Señor viene esa redención y únicamente de Él podemos esperarla.

Y ese venir de la redención es un llevarnos, es un hacer posible que vayamos. Su acercarse hace que sea un encuentro. Ni una mera conquista de nuestro esfuerzo, ni un pasivo recibir sin nuestra voluntad. Este encuentro maravillosamente lo palpamos en la comunión. El misterio pascual del Señor, el Sacrificio de nuestra redención, se hace presente en la liturgia, viene a nosotros y nos atrae hacia sí. El ministro deja atrás el altar y se acerca y los fieles caminan hacia la comunión.

Y recibimos una redención copiosa, sobre-abundante. No solamente la Cruz gloriosa nos ha quitado las cadenas, sino que nos ha reintegrado al lugar de hijos. Dios no nos ha tratado como a simples jornaleros libres.

Antífona de entrada TO-XX / Sal 84(83),10s

¡Oh Dios!, Escudo nuestro; mira el rostro de tu Ungido. Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa (Sal 84(83),10s).
Una vez más, la liturgia nos pone en situación de mendicidad, es decir, en aquélla que es la verdadera nuestra. A la celebración, acudimos habiendo sido zarandeados por mil tentaciones, por un ejército de ataques del enemigo, los pensamientos nos han distraído con frecuencia e invitado con su carga afectiva a seguir otros caminos o a fijar nuestra atención en ellos, que no son Dios. Al haberlo permitido, Dios nos ha dado la oportunidad de aprender, por los golpes recibidos, el camino de la humildad, la impotencia para la victoria, la necesidad de su ayuda. Y comenzamos dirigiéndonos a Él como nuestro Escudo, como Aquél en quien encontramos la única defensa verdaderamente efectiva frente al mal espíritu y sus argucias.

¿Pero quiénes somos para pedirle ayuda a Dios? ¿Con qué derecho nos dirigimos a Él para rogarle algo? En las alianzas, quienes las pactan se comprometen normalmente a prestarse ayuda mutua. Dios, en la eterna y definitiva alianza, no pide la nuestra, pues no la necesita, pero nos brinda todo; no sólo defensa, nos ofrece el ser sus hijos. Mas, siendo sinceros, qué poco guardamos esa alianza en que entramos por el bautismo. Por ello, nosotros que hemos manchado tanto la imagen divina en nosotros, le pedimos al Padre que se fije en el rostro de su Hijo, de su Ungido. Que mire al hombre en quien perfecta está la imagen divina y que intercede eternamente por nosotros. Que sean sus méritos los que nos alcancen su misericordia.

En el templo de Jerusalén, muchos perseguidos injustamente, como atestigua el salterio, buscaban refugio y protección. El Cristo, el Ungido, tras su resurrección ha penetrado ya en el Santuario Celeste. Nosotros, en el presente eón, en la liturgia participamos ya de la liturgia celeste y así vivimos como en el atrio del templo divino; aún no hemos llegado a donde está el Sumo Sacerdote de la eterna alianza, donde ya no hay más muerte ni llanto ni dolor (cf. Ap 21,4). Pero aunque sin estar en posesión definitiva de los bienes del cielo, mejor es estar en la protección del atrio del templo, que en la que podamos darnos desde nosotros mismos.

Y mejor cantar la antífona de entrada, que es el atrio de la celebración eucarística, que haberse quedado en casa.

viernes, 13 de agosto de 2010

Toy Story 3

Ir al cine con un sobrino es una experiencia inolvidable, si además la película es Toy Story 3, hay motivos añadidos para recordarla y comentarla.

Los personajes-juguetes principales de la saga, Woody y sus amigos, cuando su dueño Andy está a punto de irse a la universidad, se encuentran con una serie de azarosos acontecimientos que darán con ellos en una guardería. Allí se van a ver sometidos a la tiranía de un grupo de juguetes y a las trastadas de los niños más pequeños.

Se trata de una cinta muy bien hecha, de la que se han destacado muchos aspectos; por encima de todos, también de los técnicos, subrayaría el inteligente guión, que nos brinda una historia con multitud de valores y en la que tenemos un final feliz. Éstos no tienen nada de malo. ¿Por qué están tan denostados? Ciertamente los hay muy cursis, pero , cuando es así, están a tono con el resto de la película, con los microvalores que maneja. En nuestro caso, la situación final de la narración tiene que ver mucho con lo que en ella se dilucida y ahí está la cuestión.

La película engarza sus valores en torno a uno fundamental: la libertad, con lo que lleva ésta de la mano, la responsabilidad, el sentido, el bien y el mal. Frente a múltiples circunstancias adversas, los personajes van eligiendo y, al hacerlo, se van definiendo. Nada está dicho de antemano sobre ellos.

Cesare Lombroso, por ejemplo, se ve desmentido una y otra vez. Un oso de peluche de aspecto amoroso, junto con otros dos personajes, ha sufrido una situación de abandono y decide convertirse en el malo de la película; pese a la ocasión de redención que se le presenta, reafirma su decisión primera. En cambio, sus otros dos compañeros tienen trayectorias distintas. Otro tanto podríamos decir de la muñeca Barbie. A pesar de su apariencia, muestra una tremenda gallardía y determinación en la historia, aunque su aspecto pudiera hacer pensar que fuera la primera en derretirse ante las dificultades.

Sin libertad, ¿qué sentido pueden tener los demás valores? Es más, ¿cabría hablar de ellos? La historia es una gran evasión. Pero estar libre de unas rejas es poca cosa, hay una libertad mayor, la libertad para definirse en orden a un fin. Y ésta es la gran evasión a la que nos puede invitar la película: salir del determinismo materialista en que nos quieren encerrar y no precisamente un oso de peluche y sus compinches.

Los finales felices nos hablan de un tipo de hombre preñado de esperanza. Los buenos finales felices están abiertos, aunque sea implícitamente, a más. Los oscuros predican un ser humano encerrado en la materia o cualquier otro determinismo que no puede trascender la situación. Ciertamente la vida es dura y los fracasos son frecuentes. Pero hay una gran diferencia entre la tragedia y el drama. Aquélla nos sitúa en la fatalidad del destino. En el drama, el hombre puede darle un sentido hasta a la derrota, puede ir más allá de lo negativo. En el drama, aunque no se explicite, late la fe en la libertad y ésta solamente es posible, si hay algo más, si hay un valor último, eterno e infinito, que sea la posibilidad de todas nuestras posibilidades.

Y, claro, Toy Story 3 es también una hermosa historia de amistad.

lunes, 9 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XIX.2/Jn 6,52


El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo –dice el Señor (Jn 6,52).
De nuevo la comunión nos sitúa como uno de los oyentes de las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. La Eucaristía, como ocurre con toda la liturgia, es actualización de misterio, se me hace presente, cobra actualidad, y, por ello, estamos, por la fe, presentes al misterio, ante él. Éste ya no tiene lo pasajero del mismo: las paredes de aquél recinto, el calor de Galilea, la humedad de la proximidad del lago, el olor del cercano puerto y los campos, etc. Pero lo permanente, lo que del misterio no está sometido a la sucesión de fenómenos de la causalidad de la naturaleza material, se re-presenta, se hace de nuevo presente.

Y esa actualización, esa presencialidad del misterio, me pone ante la tensión de la esperanza. Por la fe, se me presentan las palabras de Jesús que me ponen ante el futuro. Lo que se me va a dar a comulgar va a ser el pan vivo bajado del cielo. Ese pan, que por manos del ministro nos va a dar Jesús, no es un símbolo, no es una representación, en sentido meramente teatral. No es hacer como si... Sino que va a darme su carne. Esta tensión de la esperanza es más clara antes de la celebración, pues a ella acudo así movido. Pero en la misa, aunque por la fe contemplamos esa presencia eucarística, la esperanza en la donación de su carne nos mueve a caminar hacia Él.

Y esa carne lo es para la vida del mundo. Para mi vida ciertamente. Pero, al comulgar, al ser eucarísticamente vivificado, esa vida para el mundo queda como vehiculada en mí. Y entonces la vida del cristiano, en medio de la historia, en la medida que es comunión con el misterio, es hacerlo presente para los demás. El misterio nos "misteriza".

domingo, 8 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XIX.1/Sal 147(146-147),12.14

Glorifica al Señor, Jerusalén, que te sacia con flor de harina (Sal 147(146-147),12.14).
No solamente es que Dios alimente a su pueblo, sino que lo hace con lo mejor: Jesús es el pan vivo bajado del cielo. Y esto es motivo para glorificar a Dios. Ciertamente en la misma celebración, pero también durante el resto de la semana. Una vida en continua alabanza en medio de las más diversas situaciones, en medio de los quehaceres más variados, en lo que los hombres llaman favorable y también en lo adverso.

Y ese alimento con que Dios nos nutre es lo que verdaderamente nos sacia. Hemos sido creados para Dios y solamente Él da plenitud a nuestra existencia. Lo demás, por grande e importante que sea, tal vez entretenga nuestra hambre, acaso nos anestesie momentáneamente para no sentirla, pero no puede llenar el vacío de Dios. Las otras cosas son sucedáneos de la flor de harina o narcóticos, opio para no sentir. Solamente Dios satisface la necesidad de deificación.

Y la antífona hace una llamada a Jerusalén. La glorificación no es algo individualista, aunque cada uno haya de hacerla, pero como miembro de la comunidad y en unión con los otros hermanos. La Eucaristía hace la comunión y, por ello, no solamente nos mueve a glorificar, sino a hacerlo en comunión con los demás; en unión también con los que ya partieron de este mundo, con los que en el cielo, saciados de Dios, lo glorifican con los ángeles por toda la eternidad.

Glorificación y comunión: dos índices de por dónde andamos.

sábado, 7 de agosto de 2010

Antífona de entrada TO-XIX/Sal 74(73), 20.19.22.23


Piensa, Señor, en tu alianza, no olvides sin remedio la vida de tus pobres. Levántate, ¡oh Dios!, defiende tu causa, no olvides las voces de los que acuden a ti (Sal 74(73), 20.19.22.23).
El hombre fue creado en comunión con Dios. Por eso, antes del pecado, en el paraíso, no eran necesarias las alianzas. Se alían los que están separados para formar una unión; en la Historia de Salvación, para re-conciliar, para que la unión destruida entre Dios y el hombre se restablezca. Pero la alianza con Dios no es entre iguales. Aunque le impele el amor al hombre, no la necesita; en cambio, nosotros sí y no tenemos nada que ofrecerle. Por parte divina, absolutamente gratuita y, por la nuestra, inmerecida.

Con divina pedagogía, la historia va siendo jalonada con distintos pactos que van educando al hombre y preparándole para la nueva y definitiva alianza, cuya ley no se inscribirá en una piedra sino sobre los corazones (cf. Jer 31,31ss). Y esa ley es el amor crucificado.

En la Eucaristía, se actualiza, se hace presente la alianza sellada, de una vez para siempre, en la sangre del Cordero y nosotros, en mayor profundidad que aquellos que subieron con Moisés al monte en relación a la alianza del Sinaí (cf. Ex 24), somos testigos, pues en fe contemplamos el misterio.

Dios, por medio de la Cruz, ha hecho de nuestra causa, su causa; en la Alianza sellada con su sangre y a la que nos hemos adherido en el bautismo, nos hemos hecho suyos. Si antes, murió por nosotros, con cuanta más razón, siendo ya hijos suyos, se interesará por nosotros.

Pero esta Alianza, no nos hace dueños de Dios:
También está escrito: "No tentarás al Señor tu Dios" (Mt 4,7).
Por ello, a la Eucaristía acudimos con la confianza y la esperanza de los hijos, mas también con la humildad de quien se sabe pobre y, como indigente, se sitúa ante Dios. A quien nos ha dado todo, pues se nos da a sí mismo, le pedimos todo: que nos divinice y proteja esa vida divina que nos ha dado por su Cruz gloriosa.

lunes, 2 de agosto de 2010

Desde la libertad, hacia el sentido


Os invito a leer un artículo que me publicaron en La Ilustración Liberal sobre el análisis existencial y la logoterapia de Viktor E. Frankl.

domingo, 1 de agosto de 2010

Antífona de comunión TO-XVIII.2/Jn 6,35

Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará sed –dice el Señor (Jn 6,35).
En el discurso de la sinagoga de Cafarnaúm al que pertenece este versículo que sirve de antífona de comunión, se dicen dos cosas de ese pan que es Jesús. Es el pan bajado del cielo y es el pan de vida.

Nosotros no podemos subir hasta el cielo, es el Hijo el que se nos acerca, es el pan bajado del cielo. Pero no como el del tiempo del éxodo, que quien lo comía moría, sino que éste da vida eterna (cf. Jn 6).

Mas no solamente es que venga, sino que también atrae. La vida divina que el hombre no puede alcanzar por sí mismo, cuando se acerca, no se impone, sino que atrae de modo singular. No lo hace arrastrando, sino haciendo que podamos ir libremente hacia ese pan de eternidad. Viene para que podamos lo que no podíamos: ir hacia Él.

El que responde a esa atracción y se acerca no pasa ya ese hambre de divinidad que todo el hombre tiene y solamente Dios puede saciar. Pero, al acercarnos al pan de vida divina bajado del cielo, lo hacemos al hontanar del divino Pneuma, a esa fuente que es su costado abierto. El que cree en Él, no pasa sed porque Cristo es el donador del Espíritu. Y ese costado es también el manantial de su sangre, verdadera bebida.

Y tanto ese ir al pan como el creer es un hacia (pisteuon eis eme-credit in me). Recordemos que nuestro "creer en" no tiene detrás un in con ablativo, sino con acusativo. La vida de fe es dinámica, es direccional, es hacia. El pan baja y lo primero que nos dona es un hacia de fe y hacia Él caminamos para comulgar.

[La otra antífona de comunión la tenéis comentada AQUÍ]