domingo, 27 de marzo de 2011

Antífona de entrada CD-III.2 / Ezequiel 36,23.24.25.26

Cuando os haga ver mi santidad os reuniré de todos los países; derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará de todas vuestras inmundicias. Y os infundiré un espíritu nuevo –dice el Señor– (Ez 36,23.24.25.26).
El sabor netamente bautismal que toman los últimos domingos de la cuaresma, cuando los catecúmenos están próximos a culminar su iniciación cristiana la noche de Pascua con la recepción del Bautismo, Confirmación y Eucaristía, se deja sentir desde el primer momento de la celebración. La misa es el memorial del Misterio Pascual del Señor y la iniciación cristiana no es sino la iniciación a la participación en el misterio. La vida de fe es vida en el mysterion.

Desde el bautismo, formamos parte del pueblo de la Nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo (cf. Ex 24). Cada celebración eucarística es memorial de ese sacrificio único, realizado de una vez para siempre, sacrificio de la Alianza y de expiación. Se nos hace presente en forma incruenta y la comunión es re-afirmación en la firmeza en la que nos hallamos, es comunión en la unión en que estamos, agraciamiento en la gracia en la que nos encontramos.

La eucaristía es actualidad, presencia, de la Cruz en que se ha manifestado la Santidad divina. Es ahí, cuando las fuerzas de este mundo parecían poder atrapar al Señor, donde más se manifiesta su trascendencia, su allendidad absoluta se hace patente en la aquendidad más pobre y miserable; cuanto más oculto parece, más se manifiesta Dios.

En el cuerpo de-formado (cf. Is 53,2), en Cristo de-formoso, resplandece la belleza de la Gloria divina. Desde lo des-preciable, la belleza del Crucificado atrae a todos hacia el pulchrum divino. En la verdad del cuerpo crucificado, la belleza divina nos atrae a su bondad. Y esa atracción es movimiento de convergencia de los dispersos en la infinitud del amor de Dios.

Todo el que ha oído la llamada y se ha dejado mover por ella con-curre con los demás a los pies de la Cruz. Ahí estábamos en nuestro bautizo, a sus pies, cuando el costado del templo fue abierto por la lanzada y derramó sobre nosotros sus aguas de vida. Ahí, cuando inclinó la cabeza y expiró; a sus pies recibimos el Espíritu.

sábado, 26 de marzo de 2011

Ratzinger cabalga de nuevo

Os invito a leer el artículo que me publicaron en Libertad Digital sobre la segunda parte de Jesús de Nazaret de J. Ratzinger/Benedicto XVI.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Subrayado

Me han llamado de Popular TV para un programa que se llama algo así como "Subrayado"; disculpad la imprecisión, pero es que, entre otras cosas, no tengo televisión y no conozco las parrillas de programación. Lo ponen la semana que viene a distintas horas y varios días. Son dos minutitos extraídos de lo que he grabado hoy, que ha sido más tiempo. La cuestión es sobre el sentido de los desastres naturales. De lo que he dicho, la encargada, muy atenta y amable, cogerá lo que le interese y lo montará. Curiosamente después de terminar y de que la realizadora me despidiera, me ha dicho la encargada del programa que lo que no pondrá será lo que he dicho de que Cristo asume el mal en la Cruz, pues era complicado. En la tele quieren respuestas simples a preguntas complejas, esa es la conclusión que he sacado; lo cual me ha confirmado una vez más a seguir sin ver la tele. En cambio, le ha gustado lo que he dicho de que el terremoto es una pregunta que nos pone en cuestión a nosotros. Esperemos que queden bien los dos minutitos. He hecho lo que he podido; ahora le toca a ella.

sábado, 19 de marzo de 2011

Antífona de entrada CD-II.2 / Salmo 25 (24),6.3.2

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Que no triunfen de nosotros nuestros enemigos. Sálvanos, Dios de Israel, de todos nuestros peligros (Sal 25,6.3.2).
En la inteligencia, las cosas se nos hacen presentes. Por la memoria, las mantenemos en nuestra presencia. Esto también ocurre con nosotros mismos, nos hacemos presentes a nosotros y, gracias a ello, nos conocemos, somos como un alter para nosotros y somos el prójimo más próximo a nosotros mismos.

Ese estarse uno presente ante sí mismo es como estar en nuestras propias manos y, como si de arcilla se tratara, con nuestro obrar nos vamos modelando a nosotros mismos, nos vamos dando una figura. Al estar ante nosotros mismos, podemos amarnos como a un prójimo y al prójimo como a nosotros mismos. Pero también podemos deformarnos.

Si en lo más íntimo de mí mismo está Dios, al estarme yo presente a mí mismo es como si ahí tuviera un tabernáculo cuya intimidad más honda fuera Dios. Amarme a mí verdaderamente es amarme como sagrario y amar al prójimo como a mí mismo de verdad es amarlo como otro sagrario. Y amar un sagrario es amarlo como tal, es en verdad amar a su divino huésped.

Pero no solamente nos hacemos presentes a nosotros mismos en nuestra inteligencia, también, y es un aspecto de la memoria frecuentemente olvidado, nos mantenemos en nuestra presencia. Esa figura de nosotros mismos que hemos modelado, esa figura que hemos querido, al querer nuestros actos, no solamente nos está presente como pregunta a la que debemos responder, sino que podemos mantenerla presente o podemos rechazarla. La fidelidad es mantenerse en presencia, es un re-obrar ratificador de lo que he hecho conmigo mismo.

Ese obrar que previamente me ha sancionado como sagrario o no, es ratificado o rechazado. En la fidelidad, re-obramos sobre la figura de nosotros mismos que hemos puesto ante nosotros. Pero esa figura ha sido configurada previamente conforme a la identidad profunda como sagrario o no. Uno puede ser fiel a una traición o a la figura auténtica, que tiene la autoridad (authentiké) de ser vocación para mi, con-forme a su dueño absoluto (authéntes).

Y Dios está presente a sí mismo; ante sí el Padre tiene a su Hijo, contempla en Él su misericordia y ternura eternas, el Amor infinito que es. Y nosotros, al que siempre es fiel a sí mismo, pedimos que se mantenga a sí mismo en su presencia, que recuerde esa ternura y misericordia, le pedimos fidelidad. Que es hacer, en nosotros, deseo y oración la fidelidad eterna de Dios.

En la necesidad de ser salvados, al estar ante nosotros presente nuestra debilidad, la Eucaristía comienza como oración que se une a la eterna misericordia de Dios que se hará presente en el misterio del altar, memorial de su misterio pascual.

[Al terminar estas líneas, dejo una pregunta en el aire, ¿no podríamos pensar la procesión eterna del Espíritu desde la memoria? De momento no sé la contestación. La otra antífona de entrada la tenéis aquí y la de comunión acá]

sábado, 12 de marzo de 2011

Por el diablo. Mateo 4,1-11

Tras su unción en el Jordán, por el Espiritu, Jesús fue conducido por Éste al desierto para ser tentado por el diablo. Así el nuevo David comienza a tomar posesión de su reino. Lo mismo que que el pueblo de Israel tuvo que vencer a los príncipes que se oponían a su entrada en la Tierra Prometida, así Jesús tendrá que hacer frente a sus enemigos.

El pueblo salido de Egipto, después de atravesar el mar, era guiado en la noche por quien lo sacó de aquella tierra, Dios, con una columna de fuego y de día con una de nube. Jesús es conducido, tras salir de las aguas, por el Espíritu al desierto. Entrar en la soledad, el silencio y la quietud no puede ser algo nacido de nuestro propio amor, querer e interés. Lo que nace de nosotros no nos lleva al desierto. Y, sin embargo, solamente a través de esa inmensa desposesión de todo es como podemos entrar en las moradas celestes.

Guiado por el Espíritu Jesús caminó hacia el desierto. Secundando la moción divina y capacitados por su gracia somos nosotros quienes, en seguimiento de Cristo, tenemos que caminar hacia el vacío de todo lo que no sea Dios. Y sólo agraciadamente marchamos cuando la humildad impide que salgamos de la sombra de las alas divinas.

Y ocurrió para ser tentado por el diablo. Toda su vida es activo padecer. Dios se ha hecho hombre para ser tentado por una de sus criaturas, por la rebelde, por la que con mayor radicalidad no quiso obedecer. Para activamente padecer todo mal, para atraerlo sobre sí, poniéndose en nuestro lugar. Ahora la desobedicencia será la más pura obediencia, su respuesta afirmativa a la voluntad del Padre niega toda pretensión del diablo de ser obedecido.

Y el verdadero discípulo, guiado por el Espíritu, penetra también, siguiendo a Cristo, en el desierto para entablar el mismo combate. Sabe que antes debe sentir hambre, antes debe haber dejado de alimentar su vida de toda criatura. Porque, cuando haya atravesado esa negrura de silencio, entonces, en la quietud divina, podrá vencer donde Jesús ya había vencido por él. Ahí es el ir ya uncido al mismo yugo de Cristo para llevar, con Él, ligero su misma carga: el mal del mundo.

Ahora ya no es superar sin más las propias tentaciones, sino sobre todo vencer para los demás, para hacerles liviana su lucha.

viernes, 11 de marzo de 2011

sábado, 5 de marzo de 2011

Antífona de comunión TO-IX.1 / Salmo 17(16),6

Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras (Sal 17,6).
Los ídolos tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, solamente son apariencia de divinidad y, si ocupan algún lugar significativo, es el que les podamos conceder. Dios, en cambio, responde porque es real, escucha y tiene poder para actuar en respuesta.

Los ídolos pueden estar ante nosotros con una apariencia máxima, pero su realidad es mínima, en tanto que ídolos, solamente virtual. Nuestra cultura tiende a crear mundos solamente aparentes, ciertamente con una creciente vivacidad en su perceptibilidad, pero, por grandes que sean los adelantos técnicos con que se hagan, nunca pasarán de entes de ficción, de virtualidad.

La Eucaristía es lo totalmente opuesto. Ahí encontramos el máximo de realidad, Dios, dándose en una apariencia mínima, mero aspecto de pan y vino. Ahí encontramos el Tú divino al que podemos hablar, el que nos ve antes de que le mostremos nuestras miserias y necesidades. Le pedimos porque responde, porque puede oírnos y actuar.

Pero su respuesta no es su primera palabra. El conocimiento que de Él tenemos no es el fruto de las respuestas a nuestros tanteos. Dios no es inventado, pero tampoco descubierto por nuestro experimentar; lo conocemos porque se revela. Primero nos ha dado, al dársenos a conocer en la fe, la esperanza en que nos atenderá. Y esa esperanza no defraudada acrece el conocimiento de su amor. Y esa misericordia vivida ahora como respuesta dilata nuestra esperanza en su contestación.

Por eso, acercarnos a comulgar es llamar en esperanza a quien se nos ha adelantado con su amor.

Antífona de entrada TO-IX / Salmo 25(24),16.18

Mírame, ¡oh Dios!, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido. Mira mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados, Dios mío (Sal 25, 16.18).
Con el salmista, comenzamos atrayendo la atención de Dios y pedimos lo que necesitamos a quien tiene puesta ya su atención en nosotros y sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. Hasta el Padre Nuestro está lleno (7) de peticiones. Ambas cosas nos enseña Jesús: a pedir y que el Padre sabe sobrada y eternalmente lo que necesitamos.

Una paradoja más de entre las que llenan los evangelios y que nosotros tratamos de planchar, quitarles cualquier desajuste que pueda molestar a nuestra razón y, por tanto, intentar que dejen de ser paradojas. La paradoja siempre es una llamada a salir de donde se encuentra uno, del horizonte pequeño en que se halla, para subir a una colina más alta que nos amplíe el espacio al que nuestra visión pueda llegar.

Qué hermoso pedir a quien sabe que necesitamos lo que le pedimos. No es superficial hacerlo. La Eucaristía es escuela de oración y aprender a orar es aprender a hacer propio el deseo de Dios. Él desea perdonar y nosotros ni siempre queremos serlo ni con total intensidad cuando es así. Porque necesitar no es lo mismo que desear. El deseo de Dios es mi necesidad. Y en la donación hay convergencia de deseos, del que quiere dar y del que recibe.

La verdadera oración pide lo que Dios quiere dar, por eso es poderosa. Y el primer milagro está en hacer de nuestra necesidad deseo que se vierta en oración hablada o gemida. Oración que encuentra al deseo que siempre estaba ahí, el de Dios, esperando y despertando nuestra querencia para convertirla en riqueza.

viernes, 4 de marzo de 2011

miércoles, 2 de marzo de 2011

Antífona de comunión TO-VIII.2 / Mateo 28,20


Sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo –dice el Señor– (Mt 28,20).
El Señor atrae nuestra atención hacia una realidad ya presente, que es el presente en que la Iglesia está. No a algo que ocurrirá, sino a algo que ya es así y será siempre hasta el final del mundo. El presente del Resucitado es abarcador de toda realidad y tiempo. Su estar-con los primeros discípulos es el mismo que el nuestro y el de los que vendrán, pues su estar-con es lugar donde estamos. No es que Él esté con-nosotros, sino que está-con nosotros. No somos nosotros quienes le damos el con en el que estar, sino que es su estar el que constituye el con en el que nosotros somos en comunión con Él y con todos los santos de todos los tiempos. El centro gravitatorio siempre es Jesús.

Y, en ese estar-con –en el que Él nos pone y gracias al cual, a ese estar puestos por Él en su co-estancia, en Él y con Él estamos–, se nos hace presente, cobra actualidad desde sí mismo para nosotros de distintas maneras. Reunidos en Él, en su Nombre, está presente en medio de la asamblea; en la Palabra proclamada, en el sacerdote celebrante,… Pero esa presencia, esa actualidad, en la Eucaristía, además de ser verdadera y real, lo es también sustancial de su Cuerpo y Sangre.

Y en el momento de la comunión esa presencia sustancial, que se nos da en alimento, nos lleva de nuevo, nos consolida en ese su estar-con. La Eucaristía es sacramento de comunión, hace el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, y a nosotros nos reafirma en esa comunión en la que fuimos puestos en el Bautismo.