domingo, 25 de marzo de 2012

Obediencia atemperada (RB Pról. 35-44) - V


Pero para vivir en la obediencia de la voluntad de Dios, que es la vida de quien habita el tabernáculo, no es suficiente con querer, porque soy yo quien quiero. Y yo no soy Adán en el Paraíso, yo, cada uno, está con-figurado/de-formado por el pecado.

De ahí que el maestro-padre insista en la tarea ascética: «hemos de preparar nuestros corazones  y nuestros cuerpos para militar en la santa obediencia de los preceptos». Para poder vivir vida amorosa, vida divina, que esa es la voluntad del Padre y en donde quedan condensados la Ley y los Profetas, es menester llevar a cabo un largo camino que, a la par, aunque sea muy incipientemente, será también camino de amor, pues sólo el amor lleva al amor.

Una preparación que abarca al hombre entero y no solamente un aspecto de él, porque es el hombre entero el que obedece y desobedece, el que necesita purificarse de toda afección desordenada e ir aprendiendo la escucha y obediencia de la Palabra. Y el alma y el cuerpo se ayudan mutuamente en esta labor; S. Basilio dice: «Considera cómo las fuerzas del alma influyen en el cuerpo y cómo los sentimientos del alma dependen del cuerpo». Así, por ejemplo, la quietud del cuerpo sosiega al alma y la determinación de ésta pone en acción a aquél.

Es necesario liberarse de toda ligadura que impida alzar el vuelo, por pequeña que ésta sea. La atención ha de quedar liberada de tal manera que no quede presa de nada creado y esté libre para estar en Dios.

Mas esta tarea ascética, en la que el hombre ha de empeñar todo lo que es, no es algo realizable con las solas fuerzas creaturales. Es una labor agraciada, por tanto, una tarea que se ha de alimentar de una oración mendicante, pedigüeña de gracia. No es que ésta vaya a suplirnos o que vaya a poner un complemento a lo que no alcancemos. Es que nos eleva para que agraciados seamos nosotros quienes caminemos, para que humildemente hagamos aquello para lo que nos ha posibilitado la gracia. 




[foto por cortesía de una contertulia]

domingo, 18 de marzo de 2012

Obediencia atemperada (RB Pról. 35-44) - IV


La voluntad divina de que el pecador se convierta y viva es la tierra en donde enraizar la comprensión de su respuesta. Habiéndole preguntado sobre la habitación de su tabernáculo, nos ha respondido para que vivamos, para que de forasteros, en la medida que lo seamos, lleguemos a ser moradores, pues no es otra la manera de vivir.

Vivir es un modo de ser; las realidades inertes son de manera distinta, su modo de ser es diferente del de los vivientes. Pero el hombre tiene una vida cualificada, siendo viviente, su vivir no es meramente fisiológico.  Los vivientes no solamente obran en virtud de las propiedades que de suyo tienen, sino que lo hacen en orden a la totalidad de ellos mismos.

Al hombre el para-qué de su obrar se le presenta, en un sentido, abierto, pues tiene que elegirlo y quererlo. Pero por otro hay un fin, previo a cualquier decisión suya y en el que se encuentra en cualquier intelección de sí mismo, que se le da como oferta, como llamada que demanda de él una respuesta. Una vocación humilde, pues no se impone; pero definitoria, pues determina toda su existencia: sólo ese fin es plenitud para él, cualquier otro es radical fracaso existencial.

Ese fin que lo llama le es además imposible. Necesita realizarlo para saciar su sed existencial, pero las propiedades que lo constituyen y que de suyo posee son insuficientes para saciarlo.

Al que elige ese fin y pregunta a Dios cómo vivirlo, no solamente le dice qué ha de hacer. S. Benito con profundidad nos lo hace ver al hacernos sentir nuestra incapacidad. Sí, hemos escuchado lo que hay que hacer para habitar en el tabernáculo, pero eso sí «con tal que cumplamos el deber del morador». No es suficiente saber qué hacer, hay que hacerlo. ¿Mas soy capaz de ello?

Quien sabe realmente qué ha de hacer es quien sabe que no es capaz de hacerlo. La humildad es el umbral para vivir vida divina.

domingo, 11 de marzo de 2012

Obediencia atemperada (RB Pról. 35-44) - III


Esa tensión del tiempo vivida, esa experiencia de lo temporal del vivir como una graciosa concesión con fin y finalidad, con término y sentido, es en la fe vivencia de la paciencia de Dios. En ese futuro abierto, en cuanto a vida por vivir, pero cualificado como plazo, es decir, con limitación de días y definición de sentido como llamada, el creyente puede sentir la misericordia de Dios hacia una criatura temporal y libre.

Su temporalidad no ha sido definida después de él, sino que el hombre ha empezado a existir en la definición, en esa llamada a vida divina. No ha habido un momento de su vivir en que no estuviera en ella, esa vocación lo ha envuelto siempre, ha empezado a ser en su envoltura.

Pero por el pecado, el hombre ha vivido y vive desgarradamente en ella; sin poder ni querer obedecer, negando por tanto su propia identidad y existencia. Él en el pecado es un muerto viviente, alguien con sed y sin poder beber.

Pero Dios no quiere la muerte del pecador, no quiere que viva otra vida que no sea vida divina. La paciencia divina nos posibilita el querer. De ahí que el horizonte aparezca como tiempo para querer, tiempo de conversión, de penitencia. Es decir, de obediencia de un pecador, de alguien que no solamente tiene que permanecer fiel en la obediencia, sino de quien regresa de la desobediencia; es un convaleciente de la muerte del alma. Pero alguien al que también se le da a ver la muerte en que están los demás y el mal del mundo.

Su querer vivir vida divina solamente es posible queriendo que todos vivan esa vida divina. Y la fuente de su querer tiene su hontanar en la solicitud paternal de Dios.

[foto gentileza de una contertulia]

domingo, 4 de marzo de 2012

Obediencia atemperada (RB Pról. 35-44) - II

Para esto, para la respuesta obediencial en obras, es para lo que se nos concede el tiempo de vida que tenemos por delante. ¿A quiénes? Recordemos que las palabras del maestro-padre no están dirigidas para la conversión, sino para los convertidos, aunque sean cristianos de mucho tiempo, que quieren saber qué hacer con su vida en un determinado momento.

Si bien sabemos que la Regla se dirige a quienes tienen la vocación monástica, pese a que de momento no ha aparecido explícitamente el monacato, sin embargo, de ella podemos hacer una lectura no estrictamente monástica o, si se prefiere, para monjes seglares, es decir, para aquellos que quieren vivir en radicalidad su bautismo. ¿Qué hacer? Porque no me es suficiente saber que algo he de hacer, necesito saber qué en concreto y cómo.

Con la grandeza inconmensurable que es estar en gracia, se nos conceden días de vida para obrar, para responder con obras a su llamada. Ante el creyente se abre, y para ello S. Benito se apoya en el Apóstol, una vida de penitencia.

Reconciliados con Dios y recuperada la gracia por el bautismo o, si hubiera habido pecado mortal, tras la confesión penitencial, la lucha contra el mal no ha terminado. Y no solamente porque el creyente siga viviendo en un mundo marcado por el pecado, porque tenga que cargar con ese mal o porque tenga que combatir las tentaciones a que se vea sometido, sino porque en él mismo hay huellas del pecado.

El pecado cometido tras el bautismo ha causado mal, ha distorsionado la armonía por Dios querida, y es algo que tengo que reparar. No solamente porque haya ocasionado daños en lo meramente creatural, sino porque he colaborado en algo que me desborda: el mal. Y esto requiere una reparación de orden sobrenatural, una reparación desde la Cruz gloriosa de Cristo.

Pero además yo me he dañado a mí mismo; la primera víctima del pecado es el pecador. Los días que se me conceden son también para la purificación del corazón de toda afección desordenada, de toda inercia que en él quede de conversión a las criaturas y, por tanto, de relegación de Dios a un segundo plano.

Mas la virtud de la penitencia, que nos mueve a llevar la conversión a sus últimas consecuencia, no se queda en el pecado en nosotros, no es de su interés solamente mi pecado, sino también el pecado. Quienes no necesiten reparar el mal causado o purificar su corazón, han de cargar con la Cruz de Cristo y seguirlo. Quienes aún trabajan en los primeros pasos tienen en el horizonte que la enmienda de su mal no se encierra en sí mismo, sino que mira a llegar a ser una víctima y un sacerdote puros para poder ofrecerse plenamente junto a la Víctima-Sacerdote en su sacrificio redentor ofrecido de una vez para siempre.

Estos días de obediencia lo son a responder a esa llamada a negarse a uno mismo, a cargar con la Cruz y a seguirlo. Una obediencia atemperada en la vivencia de la tensión del tiempo. No es un espacio vacío e indefinido ni lo es ilimitado; son unos días, unos pocos, los de cada uno, con una finalidad clara.

jueves, 1 de marzo de 2012

En la frontera mística

Os invito a leer el artículo homónimo que, sobre un libro de Merton, me han publicado en Libertad Digital.