lunes, 30 de noviembre de 2009

Pobreza en la oración

La oración es un acto de pobreza. No solamente porque el orante parta de un cierto conocimiento de necesidad. Éste es importante y cuanto más radical es la necesidad, el contenido de la oración es más profundo. Si lo que necesito es a Dios no simplemente para ser, sino para ser aquello a lo que estoy llamado a ser, la percepción de mi pobreza habrá crecido. Pero esa pobreza lo es también si además de conocer la carencia, percibimos que no podemos subvenir a ella. La radicalidad de la carencia y la incapacidad para saciarla marcan lo que pidamos, lo que agradezcamos, etc.

Pero además la pobreza está en el desprendimiento de la oración misma. "Hágase tu voluntad". Qué hermoso llegar a desprendernos totalmente de nuestra petición o nuestro agradecimiento o nuestra alabanza y regalárselos a Jesús, el único mediador entre Dios y los hombres, para que haga Él lo que quiera, para que disponga de ello, para que lo presente o no al Padre.

Esta pobreza solamente es posible en la medida que nos mueva el soplo del Espíritu. Si son nuestras fuerzas, siempre nos agarraremos, en alguna medida, a nuestra oración, a su contenido; solamente el Espíritu nos hace libres de todo para serlo plenamente en Dios.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Antífona de comunión A-I/Salmo 85(84),13

El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto (Sal 85,13).
El sentido general del versículo parece claro. Las criaturas necesitamos de Dios y, más concretamente, aquello a lo cual estamos llamados los hombres no nos es posible sin Él. Pero esta imposibilidad no es desesperada, al contrario, apoyados en la fidelidad de Dios a sus promesas podemos hablar del futuro con humilde seguridad: "dará".

En el contexto de la celebración del Adviento que acabamos de comenzar y en la celebración eucarística, toma esto una concreción clara. María no habría dado el fruto bendito de su vientre por sí sola, el Hijo de Dios se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Este recuerdo de la obra de Dios en el pasado afianza nuestra esperanza en el futuro. La plenitud de la naturaleza y la historia solamente se alcanzará con la venida en gloria de Cristo al final de los tiempos.

También esta esperanza la tenemos en su acción en el presente. El pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo no por obra humana, sino porque es el Sumo y Eterno Sacerdote el que celebra; los sacerdotes lo hacen in persona Christi. De modo que el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que son ya un regalo de Dios, van más allá de sí mismos por obra del cielo.

Y, en la comunión, recibimos el don del cielo, al mismo Dios. La gracia recibida nos capacita para ir más allá de nuestras pobres posibilidades, a que esta tierra, que somos cada uno de nosotros, pueda dar frutos de vida eterna; y el gran fruto es la santidad. Con esta esperanza, nos acercamos a comulgar.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Esperanzados. Lucas 21,25-28.34ss

La relación propia del verdadero discípulo con la escatología, es decir, con las últimas realidades, es la esperanza, ya que se acerca la liberación definitiva (Lc 21,28) de todo aquello que niega, limita o estorba la realización del proyecto de Dios respecto a nosotros y a toda la creación. Pero esta liberación no será algo absolutamente distinto y diferente, no será la irrupción de algo de lo que tengamos simplemente una noticia ni se tratará de algo completamente ajeno a nosotros. Precisamente por eso hablamos de esperanza.

De esa liberación participamos ya por el bautismo. Esa posesión anticipada es realización y promesa de plenitud de aquello de lo cual ya gustamos por adelantado. Y es la realización, es la vivencia ahora de esa liberación la que garantiza la promesa y despierta en nosotros la esperanza. Quien obró maravillosamente así y sigue actuando llevará a plenitud lo que está teniendo lugar en mí. La firmeza de Dios, saboreada en el presente, sustenta nuestra esperanza en la plenificación de lo ya vivido. Y esa plenitud no es otra cosa que la comunión de vida con Dios por la eternidad. La belleza de Dios -su obra en mí es hermosa- me atrae hacia Él; nuestra esperanza es como la otra cara de la atracción de la belleza divina.

Pero el evangelio de este primer domingo de Adviento, nos enmarca además la vivencia de la esperanza. Atraído por los bienes futuros que ya pre-gustamos, vivimos diligentemente. De manera preventiva guardándonos de que no se embote nuestro corazón con el pecado y activamente estando despiertos. Una de las definiciones clásicas de la oración es elevatio mentis in Deum; la esperanza nos ha de mover a despegar nuestra atención de lo caduco y finito y abrirla a Dios.

Sí, esperanzadamente activos, mas con humildad, pidiéndole a Dios que Él nos dé la firmeza en la espera, pues sin Él no podemos nada. Sólo el que conoce su incapacidad y como un mendigo pide a Dios, podrá preservarse de estar aturdido por el vicio y estar vigilante ante su venida. No está lejos. Aunque no tenga Dios previsto que seamos testigos desde este mundo de la Parusía, siempre lindamos con nuestra propia muerte.

La Eucaristía es el centro de nuestra vida y la celebramos "mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo".

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Antífona de comunión TO-XXXIV.1/Salmo 117(116),1.2

Aunque la antífona propia de comunión del último domingo del año litúrgico es la de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, tenemos también la trigésimo cuarta misa del tiempo ordinario con todos los elementos. Paso ahora a glosar una de sus dos antífonas de comunión.
Alabad al Señor todas las naciones, firme es su misericordia con nosotros (Sal 117,1.2).
Al cabo de todo el ciclo litúrgico, los breves textos bíblicos que acompañan a este momento de la celebración han ido mostrando, entre otras muchas cosas cosas, cómo las palabras en la vida del creyente tienen múltiple finalidad en el diálogo entre Dios y el hombre. Unas veces es palabra escuchada, otras es respuesta, otras confesión ante los hermanos, etc. Y todo ello en el contexto de la comunión. Siendo comunión del Logos eterno, se trata de un acontecimiento eminentemente verbal, en el sentido más fuerte de esta expresión, que excede lo que nuestra razón pueda alcanzar.

Este acontecimiento de comunión con el Logos no queda cerrado entre los creyentes y el Verbo del Padre, sino que es eminentemente misionero, es comunión que llama a integrarse a ella a todos los hombres.

La participación en la comunión de vida trinitaria por medio de la comunión con el Hijo muerto en cruz y resucitado, lleva a que cada uno de los fieles y a que la comunidad de hermanos llamen a todos los que no están integrados en esa comunión a que alaben a Dios. La participación plena en el culto divino acrecienta el deseo y necesidad de que todos participen en esa alabanza. Tanto la celebración eucarística como la vida de los creyentes individualmente y como comunidad son una invitación a cantar continuamente la grandeza de Dios.

En la comunión, tenemos la mayor muestra de la misericordia divina. En ella, tenemos, por medio de la fe, experiencia, por un lado, de nuestra pequeñez e incapacidad para salir del pecado y entrar en la vida de Dios y, por otro, de que es por pura gracia divina como tenemos acceso a la plenitud para la cual hemos sido creados. Y esta misericordia la vivimos no como algo veleidoso, sino teniendo la firmeza del ser de Dios. Nosotros somos volubles y hasta podemos negarnos a nosotros mismos, pero Dios es siempre fiel a sí mismo, a su eterna e infinita bondad amorosa.

Degustar la bondad divina despierta el deseo de una gozosa alabanza, que no se cierra sobre sí misma, sino que impele a anunciar la buena noticia a todos, a invitar a todos los hombres a su plenitud, que está precisamente en alabar a Dios.

[Voy a estar unos días sin poder hacer ninguna entrada, disculpadme]

lunes, 23 de noviembre de 2009

Antífona de comunión. Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo/Salmo 29(28),10s

Paso a glosar la antífona de ayer.
El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 289,10s).
Son muchos los Salmos en que hay referencias directas o indirectas a Dios como Rey; incluso los especialistas han llegado a discutir si entre las tradiciones cultuales de Jerusalén había una fiesta de la entronización de Dios. En cualquier caso, el arca, que se encontraba en la entraña y centro del templo, era conocida como el "trono de Yhwh" (cf. Jr 3,16s; 1 Sam 4,4).

El Señor ha sido entronizado, tras su resurrección a la derecha del Padre. Pero en la Eucaristía se hace presente como Rey en medio de su pueblo; el Cuerpo que está verdadera, real y sustancialmente presente es el del soberano de todo el universo. Es más, este Rey todopoderoso y humilde, mediante la comunión hace su entrada en ese templo que somos cada uno de nosotros. Cuando comienza la procesión para recibir al Señor y baja del presbiterio el ministro, parece resonar en el templo:
Aparece tu cortejo, oh Dios, el cortejo de mi Dios, de mi Rey, hacia el santuario (Sal 68,25).
Sí, es el cortejo de Dios hacia ese santuario que somos cada uno de nosotros. Y, ante su llegada, el salmista nos dice:
Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la Gloria (Sal 24,7).
Una llamada a estar en gracia para recibirlo y, no solamente eso, sino a que, por la purificación de toda afección desordenada, con un corazón puro, lleguemos a recibirlo algún día sin presentar ningún obstáculo, con una total apertura.

Al comulgar, en ese templo que es el fiel, el Señor se sienta como Rey eterno. Y desde su trono rige el mundo y bendice a su pueblo con la paz. Presente en nosotros, en ese momento, toda la creación, toda la historia, gira en torno a nosotros, no porque seamos el centro del mundo, sino porque el centro del mundo nos ha elegido como su trono. Y la gracia recibida en el sacramento nos capacita para que, mediante nuestro obrar, vayamos implantando su reino de paz en el mundo.

Desde ahí, desde su trono en nosotros, nos rige a cada uno y nos bendice con la paz. Que la paz de Cristo reine en nuestros corazones (Col 3,15).

domingo, 22 de noviembre de 2009

¿Alguna guerra es justa?

Os invito a leer esta reseña que he escrito de un libro.
Os pido disculpas a los contertulios del blog, especialmente a Mrs. Wells, a quien he tenido seis días sin publicarle un comentario. He estado una semana de retiro y, justo cuando iba de viaje a mi destino, caí en la cuenta de que se me había olvidado poner la entrada que había pensado para deciros el porqué de mi silencio. Ahora lo sabéis, aunque tarde y a destiempo. En fin, perdonadme. Si hasta el mejor escribano echa un borrón, qué no haré yo que ni con mucho me acerco.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Antífona de comunión TO-XXXIII.1/Salmo 73(72),28

Para mí, lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio (Sal 73,28).
En las antífonas de comunión, encontramos palabras que Cristo nos dirige, otras veces se las decimos nosotros a Él. En ésta, se trata de palabras de confesión que expresan ante los demás algunos aspectos de la comunión. Pero, como los hombres estamos ante nosotros mismos, son también un decirnos a nosotros. Y todo ello ante Dios. Este decir a los demás lo que sea la Eucaristía, lo es, en un primer momento, a los otros hermanos en la fe que participan en la misma celebración. El ponerme en pie y procesionalmente acercarme a comulgar es una confesión. Pero el sacramento es alimento para el camino hacia la total comunión con Dios por toda la eternidad. De modo que esa otra procesión, en todos los momentos de la vida, es también confesión.

"Lo bueno es estar junto a Dios". Esto no depende de que yo así lo determine; no soy la fuente del bien y del mal, sino que por ser Dios la Bondad misma, es Él quien define y es en relación a Él como todo queda definido. Pero yo soy libre y puedo decidirme respecto a la Bondad. Estar junto a Dios es una llamada. Y, cuando me defino así, cuando el deber ser se actualiza positivamente en mí, entonces digo con verdad que para mí lo bueno es estar junto a Él. "Para mí" no es, en este caso, una opinión intercambiable con tantas otras posibles, sino el haberme configurado con aquello para lo cual he sido creado.

Una definición de mí en relación a Dios en la peregrinación de la vida. En espera de estar en plenitud y eternamente junto a Dios, en la tierra, la mayor cercanía la tenemos en la comunión. Pero dándosenos por entero en ella, nosotros lo recibimos, le damos nuestra cercanía a veces en pequeña medida. No nos debe bastar, aunque sea imprescindible, estar en gracia de Dios. Cuanto más purificados, más cercanos nos hacemos al absolutamente cercano; cuanta más limpieza de intención, más verdad será que para mí lo bueno es estar junto a Jesús.

"Hacer de Él mi refugio". Fuera de Él no dejamos de existir, como cuando una planta tiene las raíces fuera de la tierra. Pero, lejos del ámbito divino, estamos en la inclemencia; sí seguimos siendo, pero como muertos en vida, con la muerte del alma. Viniendo de la lejanía a la casa del Padre, la comunión es confesión de nuestra debilidad, de la necesidad que tenemos de Él, de que nos proteja con su clemencia. Él es la bondad que me refugia del mal, cuando estoy junto a Él no hay miedo.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque Tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan (Sal 23,4).

sábado, 14 de noviembre de 2009

Perseverar hasta el final. Lc 21,5-19

Los textos de la literatura apocalíptica que en la Biblia hablan del final del mundo son abundantísimos. A lo largo de la historia ha habido muchos intentos para intentar traducir en detalle a fenómenos geológicos, astronómicos, fechas precisas, identidad del Anticristo, etc. dichos pasajes. El paso del tiempo ha ido desmintiendo todas estas especulaciones. Sin embargo, siempre hay gente dispuesta a intentarlo.

¿Cómo se concretarán todas esas profecías? Cuando llegue el momento lo sabremos. Mientras tanto, en vez de dedicar nuestra energías a algo, cuando menos, de poco provecho -si fuera de verdadero interés el magisterio de la Iglesia ya habría concretado detalles-, lo mejor es centrarnos en qué actitud tomar, qué respuesta dar sea cual fuere la concreción de esos anuncios.

Tanto ahora como al final de los tiempos (cf. C.E.C. nn. 675ss) la fe del creyente está puesta a prueba y tanto ahora como mañana o cuando sea, sea grande o pequeña la tentación, la respuesta del creyente ha de ser siempre la misma. El evangelio de este domingo es claro, apoyados en la gracia de Dios y no en nuestras solas fuerzas (cf. Lc 21,14s) hay que perseverar hasta el final: "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas" (Lc 21,19).

[Por la tarde en misa, me he dado cuenta de que este evangelio es el del año que viene. Dios habrá permitido que me confunda por algo; espero que le haya servido a alguien este traspiés]

jueves, 12 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXVI

Y el tenor, en un segundo paso, canta:
Los quebrantarás con cetro de hierro,
los quebrarás como jarro de loza (Sal 2,9).
Entronizado a la derecha del Padre, Jesús ejerce como Rey sobre toda la historia y rige con amor sus destinos. Pero entonces, ¿por qué habla de quebrantar y quebrar con su cetro? ¿Es que Dios no obra con amor ante quienes se sublevan?

Dios es amor y ciertamente su obrar es así. Con frecuencia hay pasajes de la Escritura que chocan con nuestra expectativa. Estos pasos, precisamente porque rozan con nuestra mentalidad, nos ofrecen una gran riqueza. Ese escándalo que sentimos ante ellos es ya un acto de amor divino. La Palabra quiere romper la precomprensión que nos impide ver el amor de Dios en todo. Cuando un versículo, cuando un relato, me choca, me está haciendo una llamada a pararme y a dejar que esa Palabra viva y eficaz obre en mí. Una llamada a la mansedumbre, a la docilidad, a confiar en que Dios lo hace todo bien, a la humildad de que sea Él quien hable y no que lo juzgue mi mentalidad aún pendiente de purificación.

Para acercarnos al misterio divino, las palabras se nos quedan cortas y, con frecuencia, recurrimos a las metáforas para que, por medio de una imagen, transporten a nuestro entendimiento desde lo comprensible a lo incomprensible. El fuego siempre actúa igual, pero sus efectos son distintos según me sitúe respecto a él. Si estoy a una distancia adecuada, me da luz y calor; si me acerco en exceso, me quema. Análogamente ocurre con Dios; pero qué torpe resulta la imagen, pues el fuego no actúa ni consciente ni voluntaria ni libremente y Dios de manera absoluta sí. Y mi posición ante el fuego, al ser yo más que una realidad meramente material, siempre lo es desde una superioridad ontológica; Dios, en cambio, es el infinitamente soberano.

Él no puede sino regiamente amar libremente, pero nuestro rechazo a su amor comoporta el que ese amor nos rasgue por dentro, porque rechazamos nuestra más profunda identidad. Rechazamos lo que nos sostiene en el ser y rechazamos al único que plenifica nuestra existencia. El pecado, digámoslo una vez más, es la más profunda contradicción, es negación de uno mismo al negar al Amor que me afirma.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios (Jn 3,17s).
Por ello, las palabras que Dios les dice a Adán y a Eva tras el pecado son un acto de amor (Gn 3,16-19). Las consecuencias del pecado nos recuerdan continuamente nuestra debilidad, que no somos dioses, que necesitamos un Salvador; son una llamada a la conversión. Cuando sentimos el suave centro divino convertido en hierro quebrantador, que estamos rotos como loza, cuando aún estamos a tiempo, demos gracias por sentir ese juicio divino y como mendigos pidamos su perdón.

Todos nuestros actos son definitorios, pero la muerte, además de definitoria de nuestra personalidad, es definitiva. ¿Qué será vivenciar eternamente el Amor como cetro de hierro quebrantador? ¿Qué será palparse eternamente como un jarro hecho añicos?

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Onanismo social

Dos noticias sobrecogedoras, aunque no sorprendentes. La junta de Extremadura ha comenzado una campaña para fomentar la masturbación entre los jóvenes de esa región y, en una reunión de la UGT, a los participantes se les ha regalado un chisme para estos menesteres. En uno y en otro caso, más o menos directamente, en mayor o menor cantidad, está por medio el dinero público.

¿Pero qué es la cultura imperante, nuestra sociedad? Pues eso. No hay más realidad que la inmanente, el mundo está cerrado sobre sí mismo, no hay trascendencia y cada uno se va encerrando en su propio microcosmos en creciente individualismo. La sexualidad -por englobar a la persona entera tiene una gran potencia simbólica, en el sentido más fuerte de esta palabra- ha perdido de tal modo la trascendencia, que ya no es que no esté presente Dios, es que ya ni se ve al otro en tanto que alguien ni a uno mismo. Incluso cuando está presente alguien, las imágenes en películas y vallas publicitarias lo que trasmiten es una masturbación a dos.

El mundo clausurado en su inmanencia, es decir, secularizado, en un materialista arresto domiciliario, solamente cuenta con lo que tiene al alcance de la mano para darse la felicidad o, al menos, para anestesiarse y no sentir el ahogo del vacío de Dios que, en el fondo, siente. El placer es, a la par, sucedáneo de felicidad y analgésico. No todos tienen al alcance de la mano el placer del éxito o el poder, de la dominación o la posesión, pero todos tienen la posibilidad del idolatrado placer venéreo, aunque sea convirtiendo en cosa al otro o a uno mismo, aunque sea instrumentalizando.

Y, en esta situación, el hombre está solo, muy solo. Está sin el Tú divino, sin el divino diálogo. El hombre sin esa palabra totalmente otra, que lo habla como a alguien, está solo y los hombres, sin Padre y Creador común, cada vez más distanciados. Sin el gran Amor, el amor va quedando reducido a lo instintivo y los ojos cada vez más tristes e inexpresivos. Tras la máscara (prósopon, persona) va desapareciendo el rostro del quién que la llevaba más allá del qué. Como en los cuadros de Modigliani, sólo queda oscura oquedad ocular. La máscara sin alguien ya no es máscara, es solamente una cosa.

Y el dios Estado nos va dedicando a todos a la prostitución sagrada, aunque solamente sea vía impuestos. Qué trasgresor resulta mirar a alguien a los ojos, mirarle a él.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Un perfil desdibujado

Al parecer, según un estudio, los jóvenes en Estados Unidos no distinguen entre el Dios que anuncia el cristianismo y el que puedan predicar otras religiones. Sobre poco más o menos otro tanto se podría decir en otros muchos países. Evidentemente no se trata de que exista un solo Dios, sino de que no encuentran diferencia entre lo que dicen unos sobre Dios y lo que dicen otros.

Desde luego, es un problema de relativismo en el oyente. Es decir, que hay un componente en el que escucha que lleva a pasar por un filtro el mensaje recibido que da, como resultado, que sobre ese asunto, lo mismo que sobre otros, da igual lo que le digan, el resultado es el mismo. Estamos ciertamente en una sociedad en la que se tiende a equiparar todo. Todas las culturas son iguales, todas las religiones son iguales, todos los sistemas de valores son iguales, todas las propuestas de felicidad son iguales. Desde ahí cualquier mensaje llega altamente anestesiado.

Pero, junto a eso, hay, al menos, tres factores muy importantes. Por un lado, está ese perfil bajo de decir lo que nos une y no lo que nos separa, lo que le pueda gustar al otro y no lo que le pueda disgustar. Ciertamente hay que ser pedagógico y saber distinguir, como hacía S. Pablo, entre la palabra para el gentil, para el judío, para el que ya cree pero necesita alimento blando y el que ya pide comida de adulto. Pero, junto a esto, la finalidad del primer anuncio del Evangelio no es decir lo que nos une o lo que pueda agradar, sino anunciar que Cristo ha Resucitado, que Él es el Salvador.

Además de esto, hay algo que abona el relativismo. En la administración de los sacramentos, ¿tiene de verdad peso la conversión? ¿Cuántas veces no se queda todo en unos requisitos formales -incluyendo charlas de preparación-? Si da lo mismo creer que no creer a la hora de recibir un sacramento, ¿no estamos diciendo que la imagen de Dios que uno tenga es intercambiable con otra? ¿Cuantas veces consideramos que creer en Dios es equivalente a ser cristiano y ser cristiano sinónimo de católico?

Por último, además del anuncio explícito del Evangelio a los no creyentes y el discernimiento para impartir sacramentos, creo que esta noticia nos habla de algo sumamente importante y decisivo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, por tanto, es la que muestra su rostro al mundo. Cuando anunciamos la Resurrección, ¿el que no cree ve la gloria de la resurrección en las comunidades de creyentes? Ciertamente ven que somos religiosos, como lo son tantas personas de otras religiones; ven que asistimos a ceremonias religiosas, como tantos otros; ven que procuramos observar una moral, como tantos otros; ven que rezamos en la necesidad, como tantos otros. ¿Pero ven que quienes formamos ese cuerpo, que sus miembros, nos amamos como el crucificado, que damos la vida unos por otros? Esto es, ¿ven encarnado en nosotros el misterio pascual?

sábado, 7 de noviembre de 2009

Antífona de comunión TO-XXXII.1/Salmo 23(22),1s

El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas (Sal 23,1s).
En la Eucaristía, el Señor nos pastorea. En la liturgia de la Palabra, a través de las distintas lecturas nos va corrigiendo y alentando, nos indica cuál es el camino y por dónde nos podemos perder. Pero, en el momento de la comunión, lo hace ante todo atrayéndonos hacia sí. La belleza de quien ha dado su vida por mi me seduce y su misterio pascual se convierte en polo de atracción que me pone en movimiento hacia Él. Y secundar esa llamada define el hacia de todas mis acciones.

Cuando acepto ser pastoreado por Él, entonces nada me falta. Aunque carezca de muchas cosas, lo tengo todo. Porque riqueza y pobreza, abundancia o necesidad lo son en relación a algo. Unos carecen de los medios para obtener su apetencia y otros, aun habiendo alcanzado el norte que se propusieron, viven en carencia porque no tienen lo único que verdaderamente necesitamos todos. En la Eucaristía, no nos falta nada. En ella, tenemos el camino para llegar al fin y al fin mismo. La comunión es posibilitación para ir a Él, pero es también posesión del término hacia el cual caminamos.

Un camino que es descansado. Es caminar, pero como recostados en hierba fresca. Nuestras actividades nos agotan, pero la entrega en la cruz resucita, la muerte es donadora de vida, la fatiga es lo que nos reconstituye. Lo que es un imposible para el hombre desde su soberbia, subir hasta Dios, es descansado en la humildad de quien se deja pastorear.

Y, en la comunión, encontramos a un pastor que es hontanar de agua viva, hallamos su costado abierto; por medio de Él, el Padre dona el Espíritu.
Del zaguán del templo manaba agua hacia levante -el templo miraba a levante-. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar (Ez 47,1).

jueves, 5 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXV

Ante la conspiración y determinación de quienes rechazan al Ungido del Señor, la reacción de Dios no se hace esperar. El tenor la canta en dos pasos, con sendos versículos del segundo Salmo.
El que habita en el cielo sonríe,
el Señor se burla de ellos (Sal 2,4).
La sonrisa siempre supone distancia; el absolutamente trascendente, el que habita en el cielo, siendo el totalmente cercano, es el infinitamente distante. Su Santidad es la libertad total del mundo, está tan suelto de él que no es mundano, no lo necesita. Por eso la Encarnación del Hijo, hacerse parte de la creación, es un acto de amor infinitamente libre. Libre del mundo es libre para crear, para encarnarse, para redimir, para divinizar. Y donde es libre es en su Santidad.

Y, por esa absoluta distancia, puede ser absolutamente íntimo. Si no fuera por su santidad, si fuera mundano, no podría ser totalmente cercano, pues se diluiría como la sal en el agua. Su Santidad es sobreabundancia de ser; no es diferente al mundo por negación de lo que no es, sino porque su realidad satura su realidad, la sacia. Su ser es acción de pura afirmación de sí. Nosotros sí necesitamos negar para decirle, por eso el hombre, como Job (cf. Jb 40,4s), ante el misterio divino calla; nuestras palabras sobre Dios necesitan heñirse en apofatismo. De ahí que pidamos en el Padre Nuestro que su nombre sea santificado, porque sin su gracia nuestras palabras solamente son mundanas, profanas.

En su infinita distancia cercana, el Señor contempla, hasta lo más profundo, lo absurdo del mal, su íntima contradicción e inconsistencia. Y sonríe.

Y, en su gracia, el mal que conspira en nosotros, la tentación, conforme vamos creciendo en santidad se aleja en lontananza. Ya no solamente no se está identificado con él -eso es estar en pecado-, sino que conforme la inercia del mal que queda en mí, tras el perdón divino, va siendo purificada, la tentación me afecta menos.

El mal, no solamente el personal, sino el mal de la historia toda, queda relativizado desde la Cruz. No solamente cobro distancia de él, sino que me aparece vencible y percibo cómo puedo participar en la lucha por una victoria ya alcanzada en la Resurrección.

"El Señor se burla de ellos". No les espera la Gloria, sino vergüenza eterna; han rechazado la estima divina. Pero esa burla divina, mientras aún hay tiempo en esta tierra, es una llamada a la conversión; es dejar patente al pecador, a mí, el fracaso de mi soberbia y mi necesidad de ser librado del yugo del pecado para poder entrar en el servicio divino.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXIV

Y todos los que conspiran a coro murmuran:
Rompamos sus coyundas,
sacudamos su yugo (Sal 2,3).
Ya en la primera tentación en el Paraíso, la voluntad de Dios es presentada como una tiranía; Satanás quiere convencernos de que Dios no quiere al hombre, que lo quiere oprimir y por eso lo limita. Y el hombre, una y otra vez hace caso a esa insinuación. No reconoce que Dios no necesita limitarlo, porque de suyo cualquier criatura, por grande que sea, en algún aspecto es limitada. No necesita someterlo, pues ninguna criatura es absoluta, todas, al menos en algún aspecto dependen de su Creador. La tentación es a no aceptar lo que somos, a querer ser otros; pero no a querer ser otro hombre distinto al que soy, con otra identidad y destino, la tentación radicalmente es no aceptar que somos criaturas y querer ser Dios. Queremos ser el Señor.

Pero lo cierto es que la urdimbre de nuestro ser está hecha para que la trama sea el servicio y, por ello, el hombre solamente sabe obedecer. La cuestión es a quién. Cuando desobedecemos la voluntad de Dios no dejamos de obedecer, sino que nos ponemos al servicio de otro señor, aunque sea bajo el engaño de hacernos creer otra cosa.
¿No sabéis que al ofreceros a alguno como esclavos para obedecerle, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia? (Rm 6,16).
La verdadera obediencia es acción que brota de la audición de la Palabra y la muerte del alma es la retracción a ella para caer en la esclavitud del pecado, para lo cual nos bastan nuestras fuerzas, mientras que para librarnos del pecado no podemos solos, sino que necesitamos de la ayuda de Dios (cf. Lv 26,13). Siempre llevamos un yugo, pero de aquél de la esclavitud del pecado no somos libres para dejarlo, mientras que Dios, junto a sí, no nos retiene contra nuestra voluntad. Es cierto que llevamos un yugo, pero no uno de muerte, sino de vida:
Mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt 11,30).
Y ese yugo, esa carga, es la cruz. Por eso, es obediencia de vida, porque es llevar la puerta de la resurrección. Y es obediencia no de esclavos, sino de hijos:
Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados (Rm 8,15ss).

martes, 3 de noviembre de 2009

El Mesías de Händel LXXIII

Sin embargo, pese a que los mensajeros van pregonando el mensaje a cuantos encuentran "no todos han prestado oído al Evangelio" (Rm 10,16). Es extraño, el anuncio lo es de la victoria sobre el mal de la que se quiere hacer partícipes a todos. Estamos ante el misterio del mal. En la historia, tras la Resurrección de Cristo, aunque van creciendo los campos, entre los trigos, nace también la cizaña (cf. Mt 13,24-50). Por eso, el bajo se pregunta:
¿Por qué se amotinan las naciones,
y los pueblos planean un fracaso?
Se alían los reyes de la tierra,
los príncipes conspiran,
contra el Señor y contra su Mesías (Sal 2,1s).
Esto mismo se preguntaban los hebreos en la entronización de los descendientes de David. Y eso mismo podemos preguntar nosotros, no a nuestra razón, que no es capaz de alcanzar este misterio, sino a Dios.

Ciertamente los hombres se resisten al mensaje, pero no solamente lo hacen individualmente, aisladamente, sino que también en la historia, en la nuestra, en nuestro propio hoy, podemos palpar cómo las voluntades en contra se conjuntan. Sumidos en medio de la cultura de la muerte, es fácil atisbar cómo hay una trama; incluso, más allá de la acción de los hombres, una inteligencia y voluntad que conspira contra el reinado de Cristo.

Pero pedir luz no solamente para cobrar inteligencia del misterio de iniquidad fuera de mí, sino en mí mismo. Porque mi voluntad es solicitada para unirse a la coalición del mal: "Pedir conoscimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para dellos me guardar, y conoscimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para le imitar" (S. Ignacio de Loyola).

Siete reyes se resistieron a que el pueblo de Israel entrara en la tierra prometida a los patriarcas y siete reyes en nuestro interior intentan impedir que entremos en el Reino de los Cielos: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. El mal está vencido, Satanás sabe que no podrá triunfar, pero quiere unirnos a su derrota.

¿Por qué pese a que se me ofrece la plenitud, me resisto y conspiro, no solamente contra el Señor y su Mesías, sino también contra mí mismo?

lunes, 2 de noviembre de 2009

Mesías de Händel LXXII

A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje (Rm 10,15).
Un nuevo versículo de la Carta a los Romanos en el que se cita el AT, concretamente el Sal 19 (18), 5. Las miríadas de mensajeros que anuncian la paz recorren toda la tierra y todos los tiempos, en obediencia al mandato recibido (cf. Mc 16,15). Y, como los mensajeros, aunque no pierden su individualidad, actúan como uno, el versículo lo canta el coro.

El Salmo en que se encuentra originalmente este versículo nos habla de otros mensajeros, de las criaturas de la bóveda celeste que ha hecho Dios:
El cielo proclama la obra de Dios, / el firmamento pregona la obra de sus manos: / el día al día le pasa el mensaje, / la noche a la noche se lo susurra (Sal 19(18),2s).
El Sol, la Luna y las estrellas, lejos de ser dioses, son seres creados por Dios y están a su servicio. Como mensajeros, sin pronunciar palabra, hablan de su Creador.
Lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha puesto delante. Desde la creación del mundo, sus perfecciones invisibles, su poder eterno y su divinidad, son visibles para la mente que penetra en sus obras (Rm 1,19s).
Pero ahora el versículo del Salmo lo refiere S. Pablo a otros mensajeros. No son criaturas sin palabra, sino hombres que han creído en Cristo y han sido enviados por Él. No se trata de que lleven un conocimiento de Dios que pueda alcanzar la razón humana, sino de lo que es cognoscible solamente por fe. No se trata de dar a conocer solamente las perfecciones invisibles de Dios, su poder y divinidad, sino de anunciar que es Padre; que ha enviado a su Hijo para nuestra salvación y que, para ello, se ha hecho hombre, ha muerto en Cruz y ha Resucitado; que tras subir a los cielos, por medio de Él, el Padre ha enviado al Espíritu Santo.

Y este es un mensaje que no solamente tiene la pretensión de llegar a todos, sino que llega hasta el último confín de la tierra. Y el último confín es lo más profundo del corazón del hombre. Esto es así porque no son solamente las voces humanas las que llevan a cabo el anuncio; si no fuera por la acción del Espíritu Santo, esta palabra sería una palabra entre tantas otras. Por muy profunda que fuera, por muy penetrante que llegara a ser, no llegaría a lo más íntimo de la entraña humana. Pero llega al hondón del hombre y ahí resuena el anuncio de la salvación, que es llamada a ser de Cristo.

Un anuncio que, a la par, es suscitación de fe: "La fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo" (Rm 10,17). Pero es anuncio, propuesta, llamada... nunca imposición. El hombre por el don de la fe puede responder afirmativamente, pero también puede retraerse y distanciarse de esa palabra.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Antífona de comunión de la Solemnidad de Todos los Santos / Mateo 5,8-10

Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios; dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán "los hijos de Dios"; dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos (Mt 5,8-10).
La Eucaristía es dicha, felicidad, porque es encuentro con nuestra plenitud y causa de ella. Los hombres nos sentimos a nosotros mismos y, como siempre somos en orden a un fin, nos sentimos con sentido o sin sentido. Cuando uno está puramente ordenado a Dios, se siente en plenitud de sentido, se siente feliz. Gracias a la Eucaristía, a la salvación que nos viene del Misterio Pascual, podemos decidirnos en orden a Dios, a la comunión de vida con Él, y es en ella donde está Aquél que nos atrae hacia sí como sentido y fin de nuestra vida y hacia el cual definimos nuestra vida.

En la Eucaristía nos encontramos con Jesús, el absolutamente limpio de corazón (cf. Mt 11,29; Jn 19,34), el que restituyó la paz (cf. Ef 2,14-18), el perseguido por causa de la justicia (cf. Mc 8,31). Y es en ella donde se nos hace capaces de purificar nuestro corazón, de unirnos a la oblación reconciliadora de Cristo y de soportar todo tipo de persecución por Él y el Evangelio.

Pero las puertas de acceso a la Eucaristía, lo mismo que del cielo, son las bienaventuranzas. En la medida que vamos purificando nuestro corazón, vemos, con los ojos de la fe, a Dios en la Eucaristía; cuanto más nos unimos al sacrificio de reconciliación, más somos hijos en el Hijo; cuanto más sufrimos la persecución de quien se identifica con la justicia divina, más entramos al comulgar en el Reino de los Cielos.

Dichoso quien comulga.