domingo, 28 de noviembre de 2010

Antífona de entrada A-I / Salmo 25(24),1ss

A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío: no que de yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados (Sal 25(24),1ss).
Todo principio es determinante. La primera frase va guiando al novelista y al lector hasta el final del libro. En la primera Eucaristía del Adviento, la primera del año, esta antífona es lo primero, con ella comienza un nuevo ciclo de vivencia de los misterios del Señor.

¿Pero es esto lo primero? Lo nuestro siempre es algo segundo, siempre secunda la iniciativa de Dios. Ha sido Él quien nos ha llamado de la nada al ser, del pecado a la gracia, de la lejanía al hogar Paterno. Y un año más nos llama a irnos configurando a imagen del Hijo eterno. Del que era en el principio. Nuestra vida está en seguirlo, en responder a su llamada.

Y, secundando la llamada, comenzamos esta primera celebración con estas palabras. Hacia quien nos atrae, levantamos el alma, nuestra atención, todo nuestro ser. Momento para la esperanza en quien lo puede todo de quien no puede, si no le ha hecho Dios capaz. Hasta la confianza en su misericordia es un regalo. ¿Cómo elevar a Él nuestra mirada, nuestra necesidad, nuestra pobreza, si el antes no nos ha dado la riqueza de poder quererlo y hacerlo?

La ayuda de Dios no defrauda y, quien se ve rodeado de enemigos e incapaz de la victoria, comienza a obtenerla poniendo en Él su confianza. La participación en la victoria de la Cruz es nuestra fuerza.

[Un comentario a la antífona de comunión de este domingo de adviento lo tenéis AQUÍ]

sábado, 27 de noviembre de 2010

En S. Pedro Regalado

Muchas veces
te lo digo:
«No te entiendo».
Es tu encanto.
Y sigo en mis cosas
mientras el mundo
cambia en tu mano.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Otra desmitificación

Os invito a leer un artículo que me han publicado en LD sobre un libro que trata del mito de la violencia religiosa.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXXIV.2 / Mateo 28,20

Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo –dice el Señor (Mt 28,20).
Saber de verdad algo supone, en cierta manera y por paradójico que parezca, olvidarlo. Yo sé andar y, sin necesidad de recordar conscientemente cómo se hace, ando. Es más, probablemente, si me pusiera a pensar en cada movimiento qué tengo que hacer, me tropezaría. Yo sé que hay un ciclo de estaciones y vivo con la tranquilidad del ritmo que la Providencia da a la creación, sin necesidad de recordarlo permanentemente. Saber, no simplemente tener datos almacenados, es estar en la verdad, vivir en ella. La verdad nos sostiene, no la agarramos nosotros, no necesita que la sujetemos. El niño duerme confiado en los brazos de la madre, está en la verdad de su amor.

En el momento de la comunión, no necesito recordar que Jesús está presente. Como no necesito recordar que el banco en el que me he sentado en la iglesia es de madera. Lo miro y basta. Y con fe miro a la hostia consagrada y es suficiente, no necesito decírmelo a mi mismo, no es necesario recordarme las palabras del catecismo. Está presente ante mí, está conmigo, con nosotros. Escucho creyentemente la fracción del pan y basta. Lo toco y gusto en mi boca y para qué más, si con fe lo siento. Aquí está con nosotros, conmigo. No necesito decirme que me ama, no es menester recordármelo, si estoy en la verdad de su amor.

«Sabed», nos dice. Sí, recuerdo las palabras: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Pero no me basta, me dice que tenga esa sabiduría. Necesito vivir en la verdad de su presencia. Con nosotros en la Eucaristía, en el paseo al atardecer, en los pucheros de la cocina, en la pobreza del vecino, en el dolor del enfermo,... Estar en su estar siempre con nosotros. Divina sabiduría. Fe.

martes, 23 de noviembre de 2010

Una voz desde la antigua China


Me he encontrado leyendo con un comentario del gran escritor chino Han Yu (768-824 d. C.) que pareciera estar escrito para nuestro hoy. Espero que ayude a darnos luz sobre qué ocurre en nuestra sociedad.
Los antiguos queriendo poner de manifiesto la fuerza de la inteligencia, antes gobernaban su Estado; pero para gobernar su Estado, antes organizaban su familia; pero para organizar su familia, antes cuidaban de su conducta; pero para cuidar la conducta, antes educaban su corazón; pero para educar el corazón antes rectificaban sus intenciones […]. Hoy [en cambio] se quieren exaltar las leyes de los bárbaros, es más, se prefieren a aquéllas [antiguas] […]. Hoy aquéllos que pretenden [innovar] rechazan el Estado y la familia, y suprimen las relaciones naturales, de modo que el hijo ya no respete al padre, el súbdito ya no se someta [a la ley] […].

lunes, 22 de noviembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXXIV / Salmo 85(84),9

Dios anuncia la paz a su pueblo, y a sus amigos; y a los que se convierten de corazón (Sal 85(84),9).
Para los que están en la paz de Dios, el memorial del misterio pascual es anuncio de paz. Mas si ya están en ella, ¿por qué un nuevo anuncio? Quien está en gracia está en la paz de Dios, quien estaba en enemistad con el Señor ha sido reconciliado con Él, en virtud del sacrificio que se actualiza en la misa. Pero estamos llamados a una mayor unión. La Eucaristía es una continua llamada a que lo que ha empezado llegue a su culminación.

Pero no es solamente una atracción de quien quiere que nos entreguemos a Él totalmente en esta vida, una invitación, que quede ceñida al momento presente. Por perfecta que sea nuestra unión en la tierra, aun llegando, por fidelidad a la gracia, al matrimonio místico, no es suficiente para saciar el apetito de divinidad que tenemos los hombres; y no solamente por la limitación que el mundo presente imprime a todo, sino porque hasta eso podríamos perder, también podríamos decir no a Dios, como Adán en el Paraíso. La Eucaristía es una llamada a la esperanza en una paz mayor, a la paz celestial de la unión definitiva y eterna con Dios.

¿Y cómo tener paz, cómo vivir sin inquietud, cuando tantos aún no viven en la paz de Dios? La comunión que nace de la Cruz de Cristo, el amor mutuo entre los hermanos, la asamblea en torno al altar,... todo ello es una invitación a los que están lejos para que estén cerca. La paz que se refleja en el amor a los enemigos, en el anuncio del Evangelio, en las obras de misericordia o en la vida fraterna, que hace perceptible la gloria del Resucitado, es voz que les dice: «¡Reconciliaos con Dios!» (2Cor 5,20).

domingo, 21 de noviembre de 2010

Naturaleza, Historia, Reino. Apunte

[Estoy participando en un seminario en el que estamos estudiando algunos documentos de la Comisión Teológica Internacional. Hace unos días me tocó hacer a mí la presentación. Os copio a continuación una parte de mi intervención. Es solamente un apunte y, como tal, hay que tomarlo. Es decir, que, como es algo provisional sobre lo que todavía hay que pulir mucho, no os lo toméis en serio, sino simplemente como una opinión mía muy discutible y que ni siquiera como opinión la considero definitiva. Como podréis ver, hay mucho de la filosofía española, Unamuno, Ortega y Zubiri ].

La corporalidad da un carácter temporal a todo lo humano, por eso el hombre tiene historia, por eso Cristo tiene una historia y el Cristo total, cabeza y cuerpo, es histórico. En lo humano hay un transcurrir, como en cualquier realidad temporal, en el cual tenemos lo que transcurre, el transcurrir mismo que presenta un término a quo y otro ad quem, y el estar cambiando en el transcurrir de aquello que transcurre y que tiene una determinada duración, una manera de per-durar, de retener la identidad a lo largo del cambio que se da en el transcurso. Y este transcurrir lo es siempre. Pero el transcurso no es sin más historia. En cualquier otra realidad material hay transcurso, pero no hay historia.

En las cosas meramente materiales, en el movimiento transcurrente, los distintos momentos simplemente se suceden los unos a los otros, por eso, lo que ocurre en el ámbito de funcionalidad material, la naturaleza, es lo que llamaría un suceso en el que, aunque haya cambio, no hay propiamente creación. Ciertamente hay novedades; en el caso, por ejemplo, de la evolución, habría un proceso, unas especies procederían de otras. Pero simplemente procederían, no cabría hablar de progreso, porque no habría cumulación de novedad en la especie o en el ser vivo concreto de donde procediera la otra.

En el hombre, al ser no solamente material, sino también espiritual, no hay una simple sucesión de lo que ocurre, aunque también se da ese momento, sino que hay lo que yo llamaría hechos, no simplemente sucesos. En los seres materiales, sus acciones son simplemente la actualización de unas potencias. En unos casos, a una acción sucede una reacción, en otros, a un estímulo sucede una respuesta. En el caso del hombre, hay un tipo de causalidad que no es meramente material. El hombre, aunque esté también incurso en el ámbito de funcionalidad material, está suelto de la sucesión de acciones y reacciones, de estímulos y respuestas, es libre de todo ello, pero libre para dar una respuesta voluntaria. Entre la potencia y el acto, el hombre interpone algo, tiene que proyectar y decidir, tiene que pergeñar una posibilidad de acción: aquí está el orto de la creación humana. Y su acción no será simplemente la respuesta a un estímulo, sino la realización de la posibilidad por la que se haya decidido. Y esta realización de una posibilidad entre las muchas posibles ciertamente recae en su entorno, pero es ante todo realización de sí. Por eso al menos, podemos hablar de un progreso, porque hay cumulación de novedad en uno, en la forja de su personalidad. Que sea de signo positivo o negativo es otra cuestión. Progreso individual, pero también social, por pequeña que sea la aportación al conjunto. Más adelante veremos cómo es esto.

Esta realización de una posibilidad es propiamente un hecho; porque es una creación no desde la nada es un hacer, un hecho. Pero, como el hombre es a una cuerpo y alma, en el acontecer humano hay un momento de suceso y otro de hecho; aquí tenemos lo que es un acontecimiento. Y, en éste, lo que hay de suceso pasa, pero lo que tiene de hecho queda. Acontecimiento es lo que ocurre a la par en el ámbito de funcionalidad material y en el espiritual; la historia, por lo pronto, es un ámbito de funcionalidad, de causalidad, el ámbito propiamente humano. Los ángeles se hallan y configuran un ámbito de funcionalidad puramente espiritual. El hombre no, su ámbito no es la pura naturaleza, tampoco el angelical, su ámbito es la historia.

Y aquí se nos presenta una grave cuestión. ¿Es esto suficiente? El hombre no se encuentra solamente en medio de una causalidad material y espiritual, meramente creaturales, es que en su vida interviene también otro tipo de causalidad, hay un intervenir de Dios que no se identifica con darle el ser y mantenerlo en él. ¿No habría que hablar de un ámbito de funcionalidad cualificado? ¿Es suficiente hablar de historia en el sentido meramente creatural? Al hombre se le anuncia la cercanía del Reino de Dios. Y éste no es sino el reinar mismo de Dios, el ejercicio de su soberanía sobre el cosmos humano. Una acción divina que es un re-obrar sobre lo ya creado. A ésta actuación le viene muy bien la imagen del alfarero. Pero uno que ha creado el barro y re-obra sobre él moldeándolo. Ahora bien, la imagen, como todas, se queda corta; aquí esta la diferencia con el barro, Dios no se limita a re-obrar sobre el hombre. Lo convoca a un ámbito nuevo para interactuar con él en una forma irreductible con la causalidad meramente creatural, bien sea material o espiritual. Hasta fuera del paraíso, el deseo de divinización refiere al hombre a ese ámbito de acción divina, análogamente a como cualquier cosa de la naturaleza está abierta a ser incorporada, por el hombre, a la historia. Ciertamente Dios podría haber creado un mundo con seres inteligentes que no estuvieran destinados a la visio beata; en ese caso, bastaría con el crear y, si hubiera creación material, habría naturaleza e historia, mas no ese otro ámbito. Pero no es el caso.

Jesús no está en ese ámbito como lo estuviera Adán antes del pecado o como los demás somos re-incorporados tras la expulsión del paraíso, como somos agraciados para que nuestra acción sea graciosa y no mero acontecimiento histórico. Su modo de estar en ese ámbito de causalidad divina es la unión hipostática. De modo que su acción es un acontecimiento histórico, es suceso y hecho, pero es más. La acción de Jesús tiene un momento dominante sobre los otros e irreductible a ellos, un momento de ágape divino. De ahí que más que acontecimientos, los suyos sean misterios [1]; no son mero acontecimiento histórico, por ese momento agápico, y son misterio por lo que tienen de suceso y hecho. Su acción es ejercicio de la soberanía divina, es el reinar mismo de Dios. Con Él se inaugura el Reino, su costado abierto es el hontanar de ese ámbito de funcionalidad. De ahí que pueda decir Lagrange: «La única Vida de Jesucristo que se puede escribir son sus Evangelios: el ideal está en hacerlos comprender lo mejor posible»[2].

Alguien en el siglo primero se podría haber ocupado de lo que la vida del Jesús terreno tenía de sucesos, pero no tendríamos al Jesús terreno, sino solamente sus sucesos, ni siquiera sus hechos [3]. Pero si hubiera puesto su atención principalmente en lo que hemos llamado hechos, tampoco habría escrito un evangelio y no solamente por no ser un texto inspirado. Los evangelios, sin prescindir de los momentos de suceso y de hecho de los misterios de la vida de Jesús, toman otra perspectiva, la del momento propio de la acción divina, lo agápico. Y no solamente esto. Cualquier historiador y biógrafo, cuando han muerto los personajes tienen una visión que se dirige al pasado; si viven, también al presente. Los evangelistas, además de la perspectiva indicada, hablan de quien fue, es y vendrá (cf. Ap 4,8). De modo que en los evangelios, por estos dos motivos, por narrar misterios más que acontecimientos y por hablar de quien sigue presente y vendrá, tenemos «el “Jesús histórico” en sentido propio y verdadero» [4].

Decíamos que la acción del hombre, que el acontecimiento es una creación, aunque no lo sea ex nihilo sui et subiecti. Ciertamente el hombre tiene a su disposición todo el entorno natural con el que obrar; también el alimoche, por ejemplo, toma piedras para romper con ellas el huevo del avestruz. Pero esto no es lo decisivo y distintivo en lo humano, hay algo de lo que se sirve el hombre para obrar que es radicalmente distinto. El alimoche, por muy sofisticado que sea su comportamiento, no sale de una concatenación de estímulos y respuestas. El hombre, libre de esa cadena, tiene que barajar, como ya se ha dicho, distintas posibilidades, entre las que elige una, combina varias, modifica alguna, etc. y su elección eleva a proyecto una posibilidad, entre las muchas, que con su acción voluntaria realizará. Esas posibilidades que necesita entre la potencia y el acto no nacen de la nada, sino que el hombre parte de lo recibido. Hasta para rechazarlo tiene que apoyarse en ello.

Como en los demás seres vivos, en el hombre se da una transmisión genética. Pero el hombre, además de una gestación intra-uterina, es gestado en un determinado modo de estar en el mundo. Este modo de estar es un sistema de posibilidades teleológicamente jerarquizadas. Este sistema de posibilidades, considerado en cuanto al hombre se refiere, es un modo de estar en la realidad, un modo de realizar la propia personalidad, y, en cuanto lo es en la realidad, en cuanto es un modo de cultivar la realidad, es una cultura.

Este sistema de posibilidades es entregado. La historia, como ámbito de funcionalidad, no es solamente el ámbito en que el hombre va moldeando su personalidad interactuando con los otros hombres, sirviéndose de un entorno. Precisamente para que sea posible que como ámbito de funcionalidad sea lugar donde el hombre vaya configurando su personalidad, la historia es donde tiene lugar la entrega del sistema de posibilidades teleológicamente jerarquizado, es lugar de tradición, de traditio, de parádosis. Y es en esa parádosis donde el hombre está para poder actuar, para poder moldear su personalidad actuando. Ser parte de la historia, el hombre no puede no serlo, es estar en un ámbito de funcionalidad y en una tradición concreta.

Y, como es historia, como lo es del hombre, tanto la funcionalidad como la traditio no son cuestiones yuxtapuestas a lo material, ya que el alma no lo es al cuerpo. Ya veíamos cómo en el acontecimiento hay dos momentos, el hecho y el suceso. Pues bien, el sistema de posibilidades es trasmitido carnalmente. Todos los objetos que me rodean son expresión de una cultura, es decir, de un sistema de posibilidades que cultiva la realidad, y es gracias a ellos como tiene lugar la parádosis. Sin materialidad que le dé perceptibilidad, un sistema de posibilidades es sencillamente algo perfectamente incognoscible e irrealizable para el hombre. Una lengua humana, por ejemplo, sin sonidos, o sin gestos para un sordo o una pulsación táctil para un sordo-ciego o sin tinta sobre el papel, es algo sencillamente imposible.

Esta parádosis presenta diversas caras. Ya nos ha salido una de ellas. Es donde el hombre es gestado extra-uterinamente, ahí es instalado por sus padres. En el ser puesto, los padres están entregando un modo de estar en la realidad, que tendrá continuidad en el hijo y más allá de él, en aquellos a los que entregue ese sistema de posibilidades. Aunque también sea posible que alguien adulto acoja otro sistema de posibilidades, siempre lo hará desde algún otro. Por tanto, como el sistema de posibilidades es bifaz, en cuanto forma de estar y en cuanto cultura, ésta va incursa en este movimiento de instalación y entrega-recepción-entrega. Dando continuidad a un determinado modo de estar en la realidad, se le da también a una cultura. Pero esa tradición la va a recibir alguien distinto de quienes hacen la entrega, alguien que va a vivir unas determinadas circunstancias y que va a tener que ir forjando con sus decisiones su propia personalidad. Decíamos que lo que de suceso tiene el acontecimiento pasa y lo que tiene de hecho queda hecho. Este quedar tiene lugar de dos modos; el hecho queda en cuanto ha contribuido a configurar una personalidad, pero también queda en la tradición, en cuanto ha modulado un sistema de posibilidades, en sus dos facetas, de cara a un estar en la realidad y como cultura. De modo que la tradición transmitida, ese sistema de posibilidades teleológicamente jerarquizado, va a sufrir modificaciones. En él va a dejar cada quién su impronta, que puede ser mayor o menor, de un signo u otro; por ello, sólo progresa la tradición. Aunque también es posible la extinción de alguna en concreto, pero lo que no es posible es que no haya alguna.

Jesús, ni que decir tiene, nació en una determinada tradición. Lo novedoso en Él no es simplemente que sea otro hombre, sino que su instalación y recepción en una tradición no son un simple acontecimiento histórico, sino que es misterio. Antes de la realización concreta en sus acciones de ese sistema de posibilidades recibido, éste tiene una plenitud muy precisa, que en Él encuentra la novedad absoluta del misterio divino y así, aunque hay una continuidad de lo recibido, sin embargo hay una radical novedad; por ser quien es, hay plenitud de lo recibido y se da el origen de una nueva tradición, no simplemente de una tradición nueva, porque desde Él se encuentra en el ámbito de funcionalidad del ágape divino. Una tradición que, por serlo, será recibida y entregada, y, en esa continuidad progresiva, se irá moldeando; manteniendo su identidad en lo esencial, irá encontrando en lo accidental distintas modulaciones, aunque solamente sea porque quienes se convierten al Evangelio vengan de otra tradición; y no solamente porque sean tradiciones meramente históricas, siendo esto lo decisivo, sino también porque en lo meramente histórico son distintas.

Y, como decíamos que la tradición es bifaz, la que tiene su origen y sujeto permanente en Jesús no tiene que ver solamente con la forja de la personalidad, sino que tiene también la vertiente de cultivar la realidad. Es, por tanto, generadora de cultura e interlocutora de otras culturas, en las que influye y de las que se enriquece.

¿Y quién es el sujeto de la tradición? Ciertamente alguien en concreto es el que recibe la tradición de alguien y la modifica. Pero ese sistema de posibilidades es patrimonio común de una sociedad, de modo que esa entrega, recepción y modificación quienes las hacen lo hacen en cuanto pertenecientes a una sociedad. En nuestro caso, el sujeto es el Cristo total, Cabeza y miembros [5]. Por eso, Jesús es sujeto permanente de la tradición. Es, por un lado, quien entrega permanentemente, pues la Iglesia hace entrega en unión a su Cabeza; es el núcleo de lo entregado; pero es también receptor, pues solamente en unión a Él se recibe.

NOTAS

[1] «San Pablo entiende el Cristianismo, el “Evangelio”, como un “mysterium”, mas no en el sentido de una doctrina oculta y misteriosa de lo divino, sentido que adoptó el vocablo en la filosofía antigua. “Mysterium” es, antes bien, para él sobre todo una acción de Dios, la realización de un plan eterno en una acción que procede de la eternidad de Dios, se realiza en el tiempo y en el espacio y tiene nuevamente su término en el mismo Dios eterno» (O. Casel, El misterio del culto cristiano, San Sebastián 1953, 50s).

[2] J. M. Lagrange, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucrito, Barcelona 1942, 2.

[3] Si los sucesos son lo determinante de lo histórico, entonces los evangelios no lo serían: «Si por “histórico” se entiende que las palabras que se nos han transmitido de Jesús deben tener, digámoslo así, el carácter de una grabación magnetofónica para poder ser reconocidas como “históricamente” auténticas, entonces las palabras del Evangelio de Juan no son “históricas”» (J. Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, 272).

[4] Ibid., 18.

[5] «Este misterio puede expresarse en la única palabra “Cristo”, donde “Cristo” significa al Salvador como persona en unión con su Cuerpo Místico, la Iglesia» (Casel, 51).

sábado, 20 de noviembre de 2010

Antífona de entrada. Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo / Apocalipsis 5,12; 1,6

Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos (Ap 5,12; 1,6).
Tras haber presentado al Padre sobre el trono de su gloria y la liturgia de alabanza que lo circunda, el Apocalipsis nos muestra al Cordero degollado, junto al trono, como el que ha triunfado sobre el pecado y la muerte, digno de tomar el rollo y abrir sus sellos, y como Aquél que es digno de ser centro de la liturgia celeste de bendición y alabanza.

Estos dos motivos, el imperio de su realeza y su adorabilidad, quedan concisamente expresados en las palabras con que se concluye esta antífona. Al que ha muerto y resucitado, al Cordero inmolado, la gloria y el poder sin limitación alguna, como solamente le corresponden a Dios, por los siglos de los siglos.

Nosotros, como nos indica esta antífona, al acudir a la celebración eucarística, entramos mistéricamente en ese capítulo del Apocalipsis. Nos congregamos en torno a su trono y participamos en esta tierra en la liturgia celeste. Vivimos anticipadamente, con creciente esperanza, en lo que será para nosotros, si a Él somos fieles hasta el final, nuestra vida en el cielo. Estar bajo la soberanía del Cordero inmolado y glorificarlo es vivir ya, en este mundo, la felicidad eterna. Y es que el cristiano no ha de hacer otra cosa, en la vida presente, que vivir ya la eterna.

El discipulado consiste en que toda la existencia, todas nuestras acciones y palabras, todo nuestro ser, sea sumisión a la soberanía de Cristo y adoración a Él. Y, por su medio, al Padre en el Espíritu. Esto, que tenemos ocasión de vivirlo con máxima intensidad en el memorial del misterio pascual, debe ser la constante de lo que somos y hacemos, en toda situación y circunstancia. Cualquier ocasión que demanda de nosotros una respuesta es una oportunidad para someternos a la voluntad del Señor y adorarlo. De modo que, repitámoslo una vez más, toda nuestra vida es eucarística, toda ella es una anticipación del cielo.

Pero la antífona no solamente nos dice qué está ocurriendo en la celebración, también nos da palabras para glorificar y reverenciar al Cordero inmolado. A Él sea siempre el poder y la gloria.

[Un comentario a la antífona de comunión de esta solemnidad lo podéis encontrar aquí]

domingo, 14 de noviembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXXIII.2 / Marcos 11,23.24

Yo os aseguro que todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis (Mc 11,23.24).
Si no es Dios quien me pone en poder creer, no puedo creer. Puedo rechazar el creer solamente con mis fuerzas, pero creer sobrenaturalmente no puedo, si no es Dios el que me da el poder. De modo que creer, lo que se dice creer, solamente puedo aquello para lo cual Dios me da el poder creer.

Una de las tentaciones que Jesús padeció en el desierto fue manipular el poder de Dios por medio de sus promesas (cf. Mt 4,6). También lo sería para nosotros intentar imponerle a Dios, por la oración, lo que desde nosotros mismos se nos pueda antojar. ¿Cómo creer haberlo recibido de Él, si no creemos en su omnipotencia, es decir, que cuanto quiere lo hace?

La oración, si es tal, es esperanzada; y, en la medida que lo es, es oración. Esperamos aquello de lo que se nos ha dado ya un anticipo. Si nuestra oración es movida por lo que hemos pregustado del querer de Dios para nosotros, entonces nuestra oración "tanto alcanza cuanto espera" (S. Juan de la +).

En nuestro bautismo, se nos ha dado el anticipo de la vida eterna, vivimos pregustando la divinización. Si antes de comulgar, pedimos, movidos por sus promesas, recibir al Hijo de Dios, creamos en la fidelidad de Dios a sus promesas y en su omnipotencia, que no solamente está Jesús presente, sino que también se me quiere dar en totalidad. Entonces lo recibiremos y, al comulgar, también crecida esperanza en el cielo.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXXIII / Jeremías 29,11.12.14

Dice el Señor: "Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y yo os escucharé, os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé" (Jer 29,11.12.14).
¡Qué distinto es tenerle miedo a Dios que tener temor de Dios! En éste tenemos el comienzo de la sabiduría, en aquél nos apresa el demonio en la ignorancia en que nos ha sumido por sus mentiras; la fundante de todas, la que insinuó a nuestros padres en el paraíso, que Él no nos ama y por eso nos ha vetado el comer de uno de los árboles del Edén. En el temor del Señor, el ser se estremece en la manifestación de su Gloria, ante la atracción de su belleza que suavemente, como las cosas de Dios son, lo arranca de donde su corazón lo tenía preso de lo creado.

En este exordio de la verdadera sabiduría, pre-sentimos, empezamos ya a tomar conocimiento interno de que lo que quiere para nosotros es la paz. Es decir, el retorno a la comunión con Él, en la que habíamos sido creados, esto es, la re-conciliación. Y, en ella, la paz de la comunión con todo.

Lo disperso es congregado por su designio de paz, somos convocados atraídos por la belleza silenciosa del misterio redentor de la Cruz, que nos convoca. Nosotros que vivíamos en la dispersión de la torre de Babel, como también Israel vivía en la diáspora de las naciones tras la demoledora acción de los imperios circundantes como consecuencia de su pecado, somos llamados a la celebración del misterio pascual. Cada domingo, el gozo de la paz que nos convoca, en la medida que está reflejado en nuestro rostro, al converger de distintos puntos, de diversas situaciones, de diferentes condiciones, en el común centro, es anuncio de que los designios de Dios son de paz, de reconciliación: Él nos ama.

No tenemos por qué escondernos de Él, como lo hicieron Adán y Eva. Que nos haya dejado mascar las consecuencias del pecado no es un acto de crueldad. Ahí encontramos la verdad de lo que somos, ahí aprendemos la propia verdad, escuela de la humildad. Y, desde ella, sabiendo de lo que somos sin Dios y lo mucho que lo necesitamos, con su anuncio de paz desde el árbol de vida, que es la Cruz, en vez de huir, comenzamos, movidos por su voz, a atrevernos a llamarlo, mendigando su ayuda.

Vamos hacia el altar, pidiendo la paz de la Cruz, con la esperanza de que se nos dará.

Más allá de la dictadura del escepticismo

Os invito a leer este artículo que me han publicado en LD sobre un libro del beato John H. Newman.

martes, 9 de noviembre de 2010

domingo, 7 de noviembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXXII.2 / Lucas 24,35



Los discípulos conocieron al Señor Jesús al partir el pan (Lc 24,35).
Aquellos dos discípulos de Emaús, pese a la familiaridad que habían tenido con Él, no lo conocieron por lo pronto. Fue Jesús quien les fue haciendo conocer. Como en la celebración eucarística, primero les fue exponiendo todo lo que se refería a Él en las Escrituras. Y su corazón ardía. Es un comenzar a conocer. Pero fue en la fracción del pan cuando lo reconocieron. Más allá de lo que puede conocerse humanamente, conocieron al glorificado en la resurrección.
Lo conocieron en la fracción del pan. Y nosotros en la Eucaristía tenemos también el lugar de máximo conocimiento del Señor. Muchos con premura acuden a cualquier sitio donde dicen que hay alguna aparición. ¿Puede haber mayor certeza de que es el Señor que la que tenemos en la Eucaristía?

En ella está presente sustancialmente su Cuerpo. Y la celebración es el memorial de su misterio pascual, es decir, de la mayor teofanía que haya tenido lugar a lo largo de la historia. Nunca se ha revelado a los hombres la intimidad divina con más nitidez que en la Cruz gloriosa del Señor. Es, por eso, que cuando el nos parte el pan se nos da a conocer y nos capacita para que lo conozcamos por fe, para que podamos decir "amén" a las palabras del ministro: «El cuerpo de Cristo».

Y aquellos discípulos fueron a contar que había resucitado. Y nosotros, en la medida que ese "amén" es verdadero, así nos vemos movidos a dar a todos la Buena Nueva de la Resurección del Señor.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXXII / Salmo 88(87),3

Llegue hasta ti mi súplica; inclina tu oído a mi clamor, Señor (Sal 88(87),3).
La Eucaristía es lugar de diálogo entre Dios y su pueblo. Él nos habla y nosotros le respondemos con el canto y la oración. Ir a la celebración es ya una respuesta a la convocatoria que Él hace. Y a ella vamos con nuestro deseo de que nuestras necesidades encuentren acogida en su misericordia.

Vamos por tanto como orantes suplicantes. Y es tal nuestra debilidad que sabemos que nuestras fuerzas, por mucho que gritemos, por potentes que sean nuestros pulmones, no son capaces de hacer que nuestras voces lleguen a Dios. Él es el más cercano, pero también el más lejano, el absolutamente trascendente. Y el verdadero discípulo sabe que esa distancia no se cubre construyendo una torre que pueda llegar al cielo. De ahí que, en la auténtica humildad, la oración sea reduplicativa; el humilde le pide a Dios que su petición llegue hasta Él.

¿Y cómo podrá algo humano acercarse hasta Él? Ciertamente no apilando ladrillos y usando betún como argamasa. Si no es Él quien se acerca, ¿cómo le podrán llegar mis palabras? Si no les presta atención, ¿cómo conseguir que no queden sumidas en el silencio? Dios ha inclinado hacia nosotros su oído de una manera muy concreta, se ha hecho cercano hasta hacerse hombre.

Pedirle al comienzo de la Eucaristía que llegue nuestra súplica, que nos preste atención, tiene una traducción precisa. Es pedirle ser acogidos en la oración del sumo y eterno Sacerdote, es que nuestra voz, en la comunión del Espíritu, se una a la de Cristo, el Señor.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Antífona de comunión TO-XXXI.2 / Juan 6,58

El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí –dice el Señor (Jn 6,58).
Jesús, el Hijo eterno del Padre, ha querido gustar la condición de criatura haciéndose hombre. Y lo ha hecho para ser el enviado al mundo que nos muestre la intimidad divina y nos salve. No solamente para que no estemos en la enemistad de Dios quedándonos en una felicidad meramente natural. No le es suficiente al Padre acogernos de nuevo en la casa como a un jornalero nada más, sino que quiere reincorporarnos a la vida propia de un hijo.

Pero ese retorno a la casa del Padre no está a nuestro alcance, no podemos caminar hacia ella por nosotros mismos sin más. Ciertamente es un camino que tenemos que realizar, pero, a la par, es un ir en los hombros del Buen Pastor. Es por medio de Cristo como podemos entrar en la intimidad de la vida trinitaria.

En la Eucaristía, Jesús se nos ofrece como el único mediador entre Dios y los hombres. Por Cristo, empezamos a participar de la vida trinitaria gracias al Bautismo y, en la Eucaristía, quienes se alimentan de Él alimentan esa participación en la vida divina. Comer el Cuerpo de Cristo es comer a todo Jesús, alimentarse de Cristo es alimentarse con todo lo que es Él, hombre y Dios, y con todo lo suyo. Vive por Cristo quien se llena de su palabra, de sus gestos, de sus hechos, de su voluntad,... de su muerte y resurrección. Y todo lo de Jesús no lo encontramos plenamente al margen de Él, de su Cuerpo y su Sangre.

Comerle a Él es vivir ya divinamente por Él aquí y ahora. Y es acrecentar la esperanza en vivir eternamente esa vida ya terrenalmente comenzada a vivir. Jesús nos injerta en la vida trinitaria, por el Hijo somos hijos.