domingo, 26 de junio de 2011

Antífona de comunión. TO-IX.2 / Marcos 11,23.24

Os lo aseguro: Cualquier cosa que pidáis en oración, creed que os la han concedido y la obtendréis, dice el Señor (Mc 11,23.24).
En la comunión, está el Señor para darse. Y dándosenos Él, que es todo, ¿qué no estará dispuesto a darnos? Si es el dueño quien se da, ¿no nos dará con Él todas sus cosas? Suyo es cielo y tierra, y el Padre es suyo, y el Espíritu. Si en tal disposición está, ¿cómo no pedirle? Si tan liberal se nos muestra en la comunión, ¿no será momento de petición?

Nos asegura su generosidad, pero hay que pedir en oración. Y ésta no es sino participación en la divina conversación amorosa que desde la eternidad sostienen las tres divinas personas. La oración nunca es una palabra desde fuera de Dios hacia Él. Es palabra en Él, hacia Él y por Él. Y en Él no porque nosotros hasta ahí nos hayamos alzado, sino porque nos han regalado con estar ahí, en el ámbito donde balbucir palabras a Dios.

La oración es posible en el ámbito del misterio divino, que es el ámbito propio de la fe. En ella, se hace presente como creíble lo que es digno de fe. Sobrenaturalmente sólo podemos creer lo que creíble como tal se nos presenta. Y lo que se me muestra como creíble no es ajeno a la voluntad divina, a su poder. La fe no solamente se ejercita en la confesión de la misma, en el llamado por antonomasia acto de fe. La virtud de la fe tiene muchos actos. Movidos por la esperanza, la oración de petición es locuacidad de fe amorosa.

¡Qué lejos está la tentación de Satanás (cf. Mt 4,5-7)! Tentar a Dios es intentar instrumentalizar su poder y es una palabra desde fuera del misterio. Pedir en oración, es hacerlo en el ámbito del misterio, es pedir desde el anhelo que pone en nuestro corazón, es mendigar desde su verdad movidos por la belleza de su bondad.

Y ahí nuestro deseo es septiforme, es el orto del Padre Nuestro.

[De la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, tenéis comentario de la antífona de entrada y comunión]

domingo, 19 de junio de 2011

Antífona de comunión TO-XII.2 / Juan 10,11.15

Yo soy el Buen Pastor, yo doy mi vida por las ovejas –dice el Señor (Jn 10,11.15).
[Como las antífonas de la Solemnidad de la Santísima Trinidad ya fueron comentadas (entrada y comunión), aprovecho para hacerlo con una de las de comunión del decimosegundo formulario del tiempo ordinario]

La imagen del pastor era usual en la antigüedad para referirse al rey y a lo que sería el ideal del mismo; así nos la encontramos en el Antiguo Testamento. En los evangelios, la imagen se refiere a Jesús, en quien se unen el verdadero Rey, que es Dios, y el rey perteneciente a la dinastía de David. El mismo Dios rige a su pueblo y lo hace como un brote del tronco de Jesé.

Un pastor conduce, guía al rebaño. Dios, a través del desierto, guio a Israel hacia la tierra prometida. Jesús es el Buen Pastor que lleva a su rebaño desde la lejanía de Dios a la vida divina, es el que sale en busca de esa oveja perdida, que es hijo pródigo, y la lleva en sus hombros a la casa del Padre.

¿Pero cómo ejerce su soberanía? Su reino no es de este mundo, no lo es al modo de los poderosos de la historia de los hombres. Satanás lo tentó ofreciéndole la gloria de todos los reinos de la tierra a cambio de adorarlo. Pero sólo Dios es digno de adoración. A Jesús se le ha dado pleno poder en el cielo y la tierra (cf. Mt 28,18), no solamente sobre la tierra, tras su muerte y resurrección, tras cumplir la voluntad del Padre.

En las parábolas sobre el Reino de los Cielos, nos habla de cómo ejerce Dios su soberanía. La pequeñez, la debilidad, la cruz,... están en ellas presentes. La paradoja de la debilidad y el poder se nos muestra en los Cristos románicos, la Cruz gloriosa es el trono de su realeza, desde el misterio Pacual, Jesús, entronizado a la derecha del Padre, rige el Universo.

El Rey, el Buen Pastor, ha extendido sus brazos en la Cruz para cargar con las ovejas perdidas, débiles, enfermas,... muertas lejos de Dios y llevarlas consigo a donde Él está.

En la comunión del memorial del Misterio Pascual, el Buen Pastor nos lleva a buenos pastos en nuestro peregrinar. Se nos da.

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viernes, 17 de junio de 2011

Guardini, la serena firmeza de la sensatez


Os invito a leer un artículo que, en Libertad Digital, me han publicado sobre un interesante libro de Romano Guardini.

domingo, 12 de junio de 2011

Antífona de comunión TO-XI.1 / Salmo 27(26),4

[Tras la cincuentena pascual, retomamos el tiempo ordinario y lo hacemos por la decimoprimera semana, de cuyo formulario de misa nos quedaba por comentar la primera de las antífonas de comunión]
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida (Sal 27,4).
A ese Señor, presente en la Eucaristía, al que vamos a recibir en la comunión, con el salmista le pedimos una sola cosa. Se la pedimos porque la necesitamos, porque es lo único que sacia nuestro apetito de divinidad. Y no lo conquistamos, sino que lo mendigamos, porque no es algo que en nuestras manos esté alcanzarlo, solamente Dios nos lo puede acercar.

Y no solamente lo pedimos, sino que lo buscamos. Siendo imposible, sin embargo, andamos detrás de ello. No es una conquista ni una petición pasiva. Pero la búsqueda no es desde nuestra iniciativa y por nuestras solas fuerzas. La atracción de su belleza nos mueve hacia Él y es esa misma atracción la que nos agracia, capacita, para emprender la búsqueda.

¿Mas cómo es que pido una sola cosa? Un discípulo, tras ver orar al Señor, es decir, después de que en su sacratísima humanidad se le hiciera visible el eterno diálogo de amor que hay entre las tres divinas personas, le pidió que enseñara a orar a sus discípulos; a todos, a los que en aquel momento caminaban con Él y a todos los que después nos hemos sumado a su seguimiento. Y entonces Jesús, ese mismo que está en la Eucaristía presente, nos donó el Padre Nuestro. Nos hizo partícipes de ese diálogo de amor enseñándonos a llamar a Dios Padre. Y con ello nos dio siete peticiones.

Si el hombre necesitara más cosas, más peticiones tendría el Padre Nuestro. Por eso, el pobre en el espíritu sabe que solamente necesita esas siete cosas, no pretende más en la vida, y las espera de la providencia divina. Entonces, ¿por qué dice el salmista que le pide una sola cosa al Señor?

«Habitar en la casa del Señor por los días de mi vida». En su casa, en su templo, el pueblo de Dios unánime daba culto a ese Dios que está en el cielo y tenía en aquel recinto su presencia. Sí, pedimos estar en la comunión de los santos, en su Iglesia, templo del Espíritu Santo, donde con los hermanos podemos decir "nuestro".

En aquel templo, una vez al año solamente, el sumo sacerdote pronunciaba el santo nombre de Dios. Y nosotros, partícipes por el bautismo en el Sacerdocio de Cristo y en su misión expiatoria, como miembros de su cuerpo necesitamos que Dios, en nosotros, santifique su nombre, que nuestros labios y nuestro obrar lo nombren santamente.

El estrado de sus pies estaba en ese templo. Y nosotros le pedimos que toda la creación y toda la historia sean el ámbito del ejercicio de su soberanía. Que venga a nosotros su Reino. Y que lo mismo que en el cielo, en la liturgia celeste, se cumple su voluntad, que la tierra sea un templo en el que el cumplimiento de su voluntad sea el más puro culto que se le ofrezca.

En el templo, los que participaban en los sacrificios de comunión se alimentaban con la víctima ofrecida. Nosotros pedimos que nos alimente con el pan celeste, con su Cuerpo y su Sangre, los del Cordero sin mancha ofrecido en el sacrificio de la Cruz. Y que nos bendiga con cuanto necesitamos para estar en su servicio.

En el templo, se pedía el perdón de los pecados. En el alero del templo, el Señor luchó contra el tentador y lo venció y, en él, buscaban su protección los que injustamente eran perseguidos por el mal. Por eso, podemos decir que pedimos y buscamos una sola cosa, y, al pedirla y buscarla, pedimos y buscamos siete.

¿Pero sólo pedir y buscar? También llamamos a la puerta del Padre. Como pecadores que somos, como quienes vuelven de tierras lejanas al hogar, llamamos, por medio de Cristo, con la esperanza de que se nos abrirá para que, por toda la eternidad, podamos participar del banquete de bodas del Cordero.


jueves, 9 de junio de 2011

Vísperas


Madera
en lanar canto blanco florecida,
vuelo de abejas
hecho encendido cuerpo,
luz vespertina...
En silencio,
Tú.

domingo, 5 de junio de 2011

Antífona de comunión DP-VII / Juan 17,22

Padre, ruego que sean uno; como nosotros somos uno (Juan 17,22). Aleluya.
Solemos usar la expresión "recibir la comunión" cuando nos referimos a comulgar el Cuerpo de Cristo. Los dones se reciben, de ahí que esto quede expresado en los gestos. Tanto cuando se comulga recibiendo en la lengua o en la palma de la mano, esto se pone de manifiesto, por ello no se coge directamente con los dedos, sino después de haber sido acogido el don en la palma de la mano.

Así se lo enseñaba San Cirilo de Jerusalén, en el s. IV, a los recién bautizados en una catequesis mistagógica:
Al acercarte no vayas con las palmas de las manos extendidas, ni con los dedos separados, sino haz con la mano izquierda un trono, puesto debajo de la derecha, como que está a punto de recibir al Rey; y recibe el cuerpo de Cristo en el hueco de la mano, diciendo amén. Después de santificar tus ojos al sentir el contacto del cuerpo santo, recíbelo seguro con cuidado de no perder nada del mismo.
Pero al recibir el Cuerpo no recibimos una cosa, se trata de un encuentro personal. Y, en ese encuentro con el Hijo de Dios, recibimos la comunión en su Cuerpo, en la que estamos por el bautismo. Ser uno, los unos con los otros, como miembros del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, nace del misterio pascual y se alimenta de él.

Este don de la comunión es un fruto de la oración de Jesús al Padre en la Última Cena, nace de ese diálogo amoroso entre el Padre y el Hijo. Y lo que viene del amor trinitario nos hace partícipes de esa vida: «Como nosotros somos uno». La comunión eucarística es una unión divina. La unión entre los miembros del Cuerpo de Cristo no es, por tanto, un esfuerzo humano, una conquista, un fenómeno sociológico,... Es don trinitario divinizador.

Esa unión, ese estar en el amor divino, es reciprocidad de amor crucificado: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). La Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo, nos alimenta para ser y vivir pascualmente.

[El séptimo de los domingos del tiempo pascual no se celebra en España, sin embargo, pese a que la liturgia sea la de la Solemnidad de la Ascensión del Señor, me ha parecido, por la riqueza que suponen, comentar las antífonas de ese domingo. Las de la Ascensión las podéis encontrar comentadas una aquí y la otra acá]

sábado, 4 de junio de 2011

Antífona de entrada DP-VII / Sal 27 (26),7-9

Escúchame, Señor, que te llamo. Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro (Sal 27,7-9). Aleluya.
Acudir a la celebración eucarística es respuesta a una llamada interna, profunda, del mismo Dios. El hombre es libre; frente a las realidades materiales tiene total sustantividad y no es un simple individuo, es persona. Está suelto de todo. Pero esa libertad, que hace que no esté sumergido en la determinación de la concatenación causal del ámbito de la naturaleza, no significa que sea absoluto y trascienda toda otra realidad. Los seres libres tienen una forma de relacionarse con las otras realidades, en vez de determinación, lo suyo es la obediencia.

Esto es así incluso respecto a las realidades con las que no puede haber reciprocidad. La creación material pone en juego nuestra respuesta libre y, por inferior que sea respecto al hombre, en ella hay verdad, bondad y belleza. La creación material es signo y vestigio divino, vehicula de distintas maneras la Verdad, Bondad y Belleza de Dios. Por ello, siempre nuestras decisiones son respuesta a una palabra que demanda obediencia.

Pero Dios lo trasciende todo, es absoluto, no es mundano; su santidad lo sitúa más allá de cualquier respectividad a las criaturas. Y, sin embargo, es el más cercano. Su voz llama desde lo más íntimo de nuestra intimidad a buscar su rostro, a que lo busque en la Eucaristía.

Esa su santidad hace que nuestra obediencia en búsqueda de su rostro, que es el de Cristo, sea a la par súplica, oración. La manifestación de su semblante es siempre un don absoluto. La libertad de Dios está más allá de cualquier comprensión que de ella tengamos, tanto más cuanto mayor es su amor.

Por gracia lo buscaré, purificaré mi corazón, abriré cuanto pueda los ojos de la fe,... nada de ello arrebatará el brillo de su ardiente faz. Ante su poder soberano, la obediencia se hace esperanzada mendicidad.

[El séptimo de los domingos del tiempo pascual no se celebra en España, sin embargo, pese a que la liturgia sea la de la Solemnidad de la Ascensión del Señor, me ha parecido, por la riqueza que suponen, comentar las antífonas de ese domingo. Las de la Ascensión las podéis encontrar comentadas una aquí y la otra acá]