Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Aleluya (Mt 28,20).
Jesús se va, se despide, pero no lo hace como el mundo (cf. Jn 14,27). Cuando los hombres se ausentan, de ellos, en el mejor de los casos, queda el recuerdo, mas ya no están. Jesús marcha a la gloria eterna, a regir el mundo entronizado a la diestra del Padre. Nos falta la perceptibilidad que tenía en su vida mortal, su cuerpo resucitado está en la intimidad trinitaria; se ha ido, sí, y, no obstante, está presente.
Presente de muchas maneras. Presente en el corazón del justo, en los necesitados, en el acontecer cotidiano, en la asamblea que se reúne a celebrar en su nombre, en el sacerdote, en la Palabra proclamada y eminentemente en la Eucaristía. Ahí está además sustancialmente presente su Cuerpo y su Sangre.
En la celebración de la Ascensión, en el momento de la comunión, las palabras de la antífona tienen una fuerza especial. Cuando Jesús se nos da en alimento, somos testigos del cumplimiento de su promesa. Está con nosotros todos los días. Y esto, que por fe vemos, es la sustancia de la esperanza en que, si ha sido así hoy, lo será hasta el fin del mundo. Y más allá. Pues quien quiere estar con nosotros todos los días quiere también que estemos con Él toda la eternidad. Y la esperanza despierta el amor hacia quien está conmigo y quiere que esté con Él, que quiere que lo mismo que el Padre y Él están mutuamente el uno en el otro, así también quiere que sea nuestra relación con Él; su estar es un estar de amor que a amor mueve.
Y la celebración termina y ahí está. Sigue presente en el sagrario.
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