Después del sosegado canto de la soprano, el coro, dando voz a los que nos han precedido en la fe, va a ratificar, como colofón de la primera parte del oratorio, lo dicho hasta ahora. Y, para ello, el texto se va a servir del mismo recurso; la primera persona del singular va a ser transformada en tercera persona del singular. El que ha escuchado la llamada de Jesús y ha respondido, habla por propia experiencia y puede decir a los demás:
Su yugo es llevadero y su carga ligera (cf. Mt 11,30).
Cargar con la Cruz, con su voluntad, llevar la misma carga que Él llevó, pues no portó otra que la voluntad divina, es llevadero. Sin su peso sobre los hombros, mirándola a distancia, se antoja imposible y así es en verdad para las solas fuerzas humanas. Las cargas de este mundo son llevaderas en relación a la capacidad de quien tiene que soportarlas. La voluntad del Señor es llevadera no por la capacidad de quien vaya a cargarla, sino porque Dios es capacitante; su voluntad es la que capacita para ser cumplida y lo que se ha de cumplir.
Y es ligera. Nuestra palabra alegría viene del latín alacer, que significa ligero, pronto, presto. La cruz es ligera y, desde nuestro romance castellano, alegre. Es la fuente de la bienaventuranza.
El coro, en esta obra, da voz a todos los testigos de Cristo a lo largo de la historia.
En consecuencia, una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios (Hb 12,1s).
Continuaremos, empezando la segunda parte.
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