domingo, 21 de noviembre de 2010

Naturaleza, Historia, Reino. Apunte

[Estoy participando en un seminario en el que estamos estudiando algunos documentos de la Comisión Teológica Internacional. Hace unos días me tocó hacer a mí la presentación. Os copio a continuación una parte de mi intervención. Es solamente un apunte y, como tal, hay que tomarlo. Es decir, que, como es algo provisional sobre lo que todavía hay que pulir mucho, no os lo toméis en serio, sino simplemente como una opinión mía muy discutible y que ni siquiera como opinión la considero definitiva. Como podréis ver, hay mucho de la filosofía española, Unamuno, Ortega y Zubiri ].

La corporalidad da un carácter temporal a todo lo humano, por eso el hombre tiene historia, por eso Cristo tiene una historia y el Cristo total, cabeza y cuerpo, es histórico. En lo humano hay un transcurrir, como en cualquier realidad temporal, en el cual tenemos lo que transcurre, el transcurrir mismo que presenta un término a quo y otro ad quem, y el estar cambiando en el transcurrir de aquello que transcurre y que tiene una determinada duración, una manera de per-durar, de retener la identidad a lo largo del cambio que se da en el transcurso. Y este transcurrir lo es siempre. Pero el transcurso no es sin más historia. En cualquier otra realidad material hay transcurso, pero no hay historia.

En las cosas meramente materiales, en el movimiento transcurrente, los distintos momentos simplemente se suceden los unos a los otros, por eso, lo que ocurre en el ámbito de funcionalidad material, la naturaleza, es lo que llamaría un suceso en el que, aunque haya cambio, no hay propiamente creación. Ciertamente hay novedades; en el caso, por ejemplo, de la evolución, habría un proceso, unas especies procederían de otras. Pero simplemente procederían, no cabría hablar de progreso, porque no habría cumulación de novedad en la especie o en el ser vivo concreto de donde procediera la otra.

En el hombre, al ser no solamente material, sino también espiritual, no hay una simple sucesión de lo que ocurre, aunque también se da ese momento, sino que hay lo que yo llamaría hechos, no simplemente sucesos. En los seres materiales, sus acciones son simplemente la actualización de unas potencias. En unos casos, a una acción sucede una reacción, en otros, a un estímulo sucede una respuesta. En el caso del hombre, hay un tipo de causalidad que no es meramente material. El hombre, aunque esté también incurso en el ámbito de funcionalidad material, está suelto de la sucesión de acciones y reacciones, de estímulos y respuestas, es libre de todo ello, pero libre para dar una respuesta voluntaria. Entre la potencia y el acto, el hombre interpone algo, tiene que proyectar y decidir, tiene que pergeñar una posibilidad de acción: aquí está el orto de la creación humana. Y su acción no será simplemente la respuesta a un estímulo, sino la realización de la posibilidad por la que se haya decidido. Y esta realización de una posibilidad entre las muchas posibles ciertamente recae en su entorno, pero es ante todo realización de sí. Por eso al menos, podemos hablar de un progreso, porque hay cumulación de novedad en uno, en la forja de su personalidad. Que sea de signo positivo o negativo es otra cuestión. Progreso individual, pero también social, por pequeña que sea la aportación al conjunto. Más adelante veremos cómo es esto.

Esta realización de una posibilidad es propiamente un hecho; porque es una creación no desde la nada es un hacer, un hecho. Pero, como el hombre es a una cuerpo y alma, en el acontecer humano hay un momento de suceso y otro de hecho; aquí tenemos lo que es un acontecimiento. Y, en éste, lo que hay de suceso pasa, pero lo que tiene de hecho queda. Acontecimiento es lo que ocurre a la par en el ámbito de funcionalidad material y en el espiritual; la historia, por lo pronto, es un ámbito de funcionalidad, de causalidad, el ámbito propiamente humano. Los ángeles se hallan y configuran un ámbito de funcionalidad puramente espiritual. El hombre no, su ámbito no es la pura naturaleza, tampoco el angelical, su ámbito es la historia.

Y aquí se nos presenta una grave cuestión. ¿Es esto suficiente? El hombre no se encuentra solamente en medio de una causalidad material y espiritual, meramente creaturales, es que en su vida interviene también otro tipo de causalidad, hay un intervenir de Dios que no se identifica con darle el ser y mantenerlo en él. ¿No habría que hablar de un ámbito de funcionalidad cualificado? ¿Es suficiente hablar de historia en el sentido meramente creatural? Al hombre se le anuncia la cercanía del Reino de Dios. Y éste no es sino el reinar mismo de Dios, el ejercicio de su soberanía sobre el cosmos humano. Una acción divina que es un re-obrar sobre lo ya creado. A ésta actuación le viene muy bien la imagen del alfarero. Pero uno que ha creado el barro y re-obra sobre él moldeándolo. Ahora bien, la imagen, como todas, se queda corta; aquí esta la diferencia con el barro, Dios no se limita a re-obrar sobre el hombre. Lo convoca a un ámbito nuevo para interactuar con él en una forma irreductible con la causalidad meramente creatural, bien sea material o espiritual. Hasta fuera del paraíso, el deseo de divinización refiere al hombre a ese ámbito de acción divina, análogamente a como cualquier cosa de la naturaleza está abierta a ser incorporada, por el hombre, a la historia. Ciertamente Dios podría haber creado un mundo con seres inteligentes que no estuvieran destinados a la visio beata; en ese caso, bastaría con el crear y, si hubiera creación material, habría naturaleza e historia, mas no ese otro ámbito. Pero no es el caso.

Jesús no está en ese ámbito como lo estuviera Adán antes del pecado o como los demás somos re-incorporados tras la expulsión del paraíso, como somos agraciados para que nuestra acción sea graciosa y no mero acontecimiento histórico. Su modo de estar en ese ámbito de causalidad divina es la unión hipostática. De modo que su acción es un acontecimiento histórico, es suceso y hecho, pero es más. La acción de Jesús tiene un momento dominante sobre los otros e irreductible a ellos, un momento de ágape divino. De ahí que más que acontecimientos, los suyos sean misterios [1]; no son mero acontecimiento histórico, por ese momento agápico, y son misterio por lo que tienen de suceso y hecho. Su acción es ejercicio de la soberanía divina, es el reinar mismo de Dios. Con Él se inaugura el Reino, su costado abierto es el hontanar de ese ámbito de funcionalidad. De ahí que pueda decir Lagrange: «La única Vida de Jesucristo que se puede escribir son sus Evangelios: el ideal está en hacerlos comprender lo mejor posible»[2].

Alguien en el siglo primero se podría haber ocupado de lo que la vida del Jesús terreno tenía de sucesos, pero no tendríamos al Jesús terreno, sino solamente sus sucesos, ni siquiera sus hechos [3]. Pero si hubiera puesto su atención principalmente en lo que hemos llamado hechos, tampoco habría escrito un evangelio y no solamente por no ser un texto inspirado. Los evangelios, sin prescindir de los momentos de suceso y de hecho de los misterios de la vida de Jesús, toman otra perspectiva, la del momento propio de la acción divina, lo agápico. Y no solamente esto. Cualquier historiador y biógrafo, cuando han muerto los personajes tienen una visión que se dirige al pasado; si viven, también al presente. Los evangelistas, además de la perspectiva indicada, hablan de quien fue, es y vendrá (cf. Ap 4,8). De modo que en los evangelios, por estos dos motivos, por narrar misterios más que acontecimientos y por hablar de quien sigue presente y vendrá, tenemos «el “Jesús histórico” en sentido propio y verdadero» [4].

Decíamos que la acción del hombre, que el acontecimiento es una creación, aunque no lo sea ex nihilo sui et subiecti. Ciertamente el hombre tiene a su disposición todo el entorno natural con el que obrar; también el alimoche, por ejemplo, toma piedras para romper con ellas el huevo del avestruz. Pero esto no es lo decisivo y distintivo en lo humano, hay algo de lo que se sirve el hombre para obrar que es radicalmente distinto. El alimoche, por muy sofisticado que sea su comportamiento, no sale de una concatenación de estímulos y respuestas. El hombre, libre de esa cadena, tiene que barajar, como ya se ha dicho, distintas posibilidades, entre las que elige una, combina varias, modifica alguna, etc. y su elección eleva a proyecto una posibilidad, entre las muchas, que con su acción voluntaria realizará. Esas posibilidades que necesita entre la potencia y el acto no nacen de la nada, sino que el hombre parte de lo recibido. Hasta para rechazarlo tiene que apoyarse en ello.

Como en los demás seres vivos, en el hombre se da una transmisión genética. Pero el hombre, además de una gestación intra-uterina, es gestado en un determinado modo de estar en el mundo. Este modo de estar es un sistema de posibilidades teleológicamente jerarquizadas. Este sistema de posibilidades, considerado en cuanto al hombre se refiere, es un modo de estar en la realidad, un modo de realizar la propia personalidad, y, en cuanto lo es en la realidad, en cuanto es un modo de cultivar la realidad, es una cultura.

Este sistema de posibilidades es entregado. La historia, como ámbito de funcionalidad, no es solamente el ámbito en que el hombre va moldeando su personalidad interactuando con los otros hombres, sirviéndose de un entorno. Precisamente para que sea posible que como ámbito de funcionalidad sea lugar donde el hombre vaya configurando su personalidad, la historia es donde tiene lugar la entrega del sistema de posibilidades teleológicamente jerarquizado, es lugar de tradición, de traditio, de parádosis. Y es en esa parádosis donde el hombre está para poder actuar, para poder moldear su personalidad actuando. Ser parte de la historia, el hombre no puede no serlo, es estar en un ámbito de funcionalidad y en una tradición concreta.

Y, como es historia, como lo es del hombre, tanto la funcionalidad como la traditio no son cuestiones yuxtapuestas a lo material, ya que el alma no lo es al cuerpo. Ya veíamos cómo en el acontecimiento hay dos momentos, el hecho y el suceso. Pues bien, el sistema de posibilidades es trasmitido carnalmente. Todos los objetos que me rodean son expresión de una cultura, es decir, de un sistema de posibilidades que cultiva la realidad, y es gracias a ellos como tiene lugar la parádosis. Sin materialidad que le dé perceptibilidad, un sistema de posibilidades es sencillamente algo perfectamente incognoscible e irrealizable para el hombre. Una lengua humana, por ejemplo, sin sonidos, o sin gestos para un sordo o una pulsación táctil para un sordo-ciego o sin tinta sobre el papel, es algo sencillamente imposible.

Esta parádosis presenta diversas caras. Ya nos ha salido una de ellas. Es donde el hombre es gestado extra-uterinamente, ahí es instalado por sus padres. En el ser puesto, los padres están entregando un modo de estar en la realidad, que tendrá continuidad en el hijo y más allá de él, en aquellos a los que entregue ese sistema de posibilidades. Aunque también sea posible que alguien adulto acoja otro sistema de posibilidades, siempre lo hará desde algún otro. Por tanto, como el sistema de posibilidades es bifaz, en cuanto forma de estar y en cuanto cultura, ésta va incursa en este movimiento de instalación y entrega-recepción-entrega. Dando continuidad a un determinado modo de estar en la realidad, se le da también a una cultura. Pero esa tradición la va a recibir alguien distinto de quienes hacen la entrega, alguien que va a vivir unas determinadas circunstancias y que va a tener que ir forjando con sus decisiones su propia personalidad. Decíamos que lo que de suceso tiene el acontecimiento pasa y lo que tiene de hecho queda hecho. Este quedar tiene lugar de dos modos; el hecho queda en cuanto ha contribuido a configurar una personalidad, pero también queda en la tradición, en cuanto ha modulado un sistema de posibilidades, en sus dos facetas, de cara a un estar en la realidad y como cultura. De modo que la tradición transmitida, ese sistema de posibilidades teleológicamente jerarquizado, va a sufrir modificaciones. En él va a dejar cada quién su impronta, que puede ser mayor o menor, de un signo u otro; por ello, sólo progresa la tradición. Aunque también es posible la extinción de alguna en concreto, pero lo que no es posible es que no haya alguna.

Jesús, ni que decir tiene, nació en una determinada tradición. Lo novedoso en Él no es simplemente que sea otro hombre, sino que su instalación y recepción en una tradición no son un simple acontecimiento histórico, sino que es misterio. Antes de la realización concreta en sus acciones de ese sistema de posibilidades recibido, éste tiene una plenitud muy precisa, que en Él encuentra la novedad absoluta del misterio divino y así, aunque hay una continuidad de lo recibido, sin embargo hay una radical novedad; por ser quien es, hay plenitud de lo recibido y se da el origen de una nueva tradición, no simplemente de una tradición nueva, porque desde Él se encuentra en el ámbito de funcionalidad del ágape divino. Una tradición que, por serlo, será recibida y entregada, y, en esa continuidad progresiva, se irá moldeando; manteniendo su identidad en lo esencial, irá encontrando en lo accidental distintas modulaciones, aunque solamente sea porque quienes se convierten al Evangelio vengan de otra tradición; y no solamente porque sean tradiciones meramente históricas, siendo esto lo decisivo, sino también porque en lo meramente histórico son distintas.

Y, como decíamos que la tradición es bifaz, la que tiene su origen y sujeto permanente en Jesús no tiene que ver solamente con la forja de la personalidad, sino que tiene también la vertiente de cultivar la realidad. Es, por tanto, generadora de cultura e interlocutora de otras culturas, en las que influye y de las que se enriquece.

¿Y quién es el sujeto de la tradición? Ciertamente alguien en concreto es el que recibe la tradición de alguien y la modifica. Pero ese sistema de posibilidades es patrimonio común de una sociedad, de modo que esa entrega, recepción y modificación quienes las hacen lo hacen en cuanto pertenecientes a una sociedad. En nuestro caso, el sujeto es el Cristo total, Cabeza y miembros [5]. Por eso, Jesús es sujeto permanente de la tradición. Es, por un lado, quien entrega permanentemente, pues la Iglesia hace entrega en unión a su Cabeza; es el núcleo de lo entregado; pero es también receptor, pues solamente en unión a Él se recibe.

NOTAS

[1] «San Pablo entiende el Cristianismo, el “Evangelio”, como un “mysterium”, mas no en el sentido de una doctrina oculta y misteriosa de lo divino, sentido que adoptó el vocablo en la filosofía antigua. “Mysterium” es, antes bien, para él sobre todo una acción de Dios, la realización de un plan eterno en una acción que procede de la eternidad de Dios, se realiza en el tiempo y en el espacio y tiene nuevamente su término en el mismo Dios eterno» (O. Casel, El misterio del culto cristiano, San Sebastián 1953, 50s).

[2] J. M. Lagrange, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucrito, Barcelona 1942, 2.

[3] Si los sucesos son lo determinante de lo histórico, entonces los evangelios no lo serían: «Si por “histórico” se entiende que las palabras que se nos han transmitido de Jesús deben tener, digámoslo así, el carácter de una grabación magnetofónica para poder ser reconocidas como “históricamente” auténticas, entonces las palabras del Evangelio de Juan no son “históricas”» (J. Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, 272).

[4] Ibid., 18.

[5] «Este misterio puede expresarse en la única palabra “Cristo”, donde “Cristo” significa al Salvador como persona en unión con su Cuerpo Místico, la Iglesia» (Casel, 51).

2 comentarios:

MJ dijo...

La imagen del alfarero se queda corta, pero he que esta imagen aparece en el primer libro de la Biblia, el del Genesis.
De ahi hasta el encuentro con la Samaritana del pozo (well), hay muchas paginas

nerea dijo...

Vamos a leer despacito la intervención de Don Alfonso.
¡Ojo! Echo de menos una foto y un poema