El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto (Sal 85,13).
El sentido general del versículo parece claro. Las criaturas necesitamos de Dios y, más concretamente, aquello a lo cual estamos llamados los hombres no nos es posible sin Él. Pero esta imposibilidad no es desesperada, al contrario, apoyados en la fidelidad de Dios a sus promesas podemos hablar del futuro con humilde seguridad: "dará".
En el contexto de la celebración del Adviento que acabamos de comenzar y en la celebración eucarística, toma esto una concreción clara. María no habría dado el fruto bendito de su vientre por sí sola, el Hijo de Dios se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Este recuerdo de la obra de Dios en el pasado afianza nuestra esperanza en el futuro. La plenitud de la naturaleza y la historia solamente se alcanzará con la venida en gloria de Cristo al final de los tiempos.
También esta esperanza la tenemos en su acción en el presente. El pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo no por obra humana, sino porque es el Sumo y Eterno Sacerdote el que celebra; los sacerdotes lo hacen in persona Christi. De modo que el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que son ya un regalo de Dios, van más allá de sí mismos por obra del cielo.
Y, en la comunión, recibimos el don del cielo, al mismo Dios. La gracia recibida nos capacita para ir más allá de nuestras pobres posibilidades, a que esta tierra, que somos cada uno de nosotros, pueda dar frutos de vida eterna; y el gran fruto es la santidad. Con esta esperanza, nos acercamos a comulgar.
En el contexto de la celebración del Adviento que acabamos de comenzar y en la celebración eucarística, toma esto una concreción clara. María no habría dado el fruto bendito de su vientre por sí sola, el Hijo de Dios se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo. Este recuerdo de la obra de Dios en el pasado afianza nuestra esperanza en el futuro. La plenitud de la naturaleza y la historia solamente se alcanzará con la venida en gloria de Cristo al final de los tiempos.
También esta esperanza la tenemos en su acción en el presente. El pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo no por obra humana, sino porque es el Sumo y Eterno Sacerdote el que celebra; los sacerdotes lo hacen in persona Christi. De modo que el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que son ya un regalo de Dios, van más allá de sí mismos por obra del cielo.
Y, en la comunión, recibimos el don del cielo, al mismo Dios. La gracia recibida nos capacita para ir más allá de nuestras pobres posibilidades, a que esta tierra, que somos cada uno de nosotros, pueda dar frutos de vida eterna; y el gran fruto es la santidad. Con esta esperanza, nos acercamos a comulgar.
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