Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios; dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán "los hijos de Dios"; dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos (Mt 5,8-10).

En la Eucaristía nos encontramos con Jesús, el absolutamente limpio de corazón (cf. Mt 11,29; Jn 19,34), el que restituyó la paz (cf. Ef 2,14-18), el perseguido por causa de la justicia (cf. Mc 8,31). Y es en ella donde se nos hace capaces de purificar nuestro corazón, de unirnos a la oblación reconciliadora de Cristo y de soportar todo tipo de persecución por Él y el Evangelio.
Pero las puertas de acceso a la Eucaristía, lo mismo que del cielo, son las bienaventuranzas. En la medida que vamos purificando nuestro corazón, vemos, con los ojos de la fe, a Dios en la Eucaristía; cuanto más nos unimos al sacrificio de reconciliación, más somos hijos en el Hijo; cuanto más sufrimos la persecución de quien se identifica con la justicia divina, más entramos al comulgar en el Reino de los Cielos.
Dichoso quien comulga.
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