La relación propia del verdadero discípulo con la escatología, es decir, con las últimas realidades, es la esperanza, ya que se acerca la liberación definitiva (Lc 21,28) de todo aquello que niega, limita o estorba la realización del proyecto de Dios respecto a nosotros y a toda la creación. Pero esta liberación no será algo absolutamente distinto y diferente, no será la irrupción de algo de lo que tengamos simplemente una noticia ni se tratará de algo completamente ajeno a nosotros. Precisamente por eso hablamos de esperanza.
De esa liberación participamos ya por el bautismo. Esa posesión anticipada es realización y promesa de plenitud de aquello de lo cual ya gustamos por adelantado. Y es la realización, es la vivencia ahora de esa liberación la que garantiza la promesa y despierta en nosotros la esperanza. Quien obró maravillosamente así y sigue actuando llevará a plenitud lo que está teniendo lugar en mí. La firmeza de Dios, saboreada en el presente, sustenta nuestra esperanza en la plenificación de lo ya vivido. Y esa plenitud no es otra cosa que la comunión de vida con Dios por la eternidad. La belleza de Dios -su obra en mí es hermosa- me atrae hacia Él; nuestra esperanza es como la otra cara de la atracción de la belleza divina.
Pero el evangelio de este primer domingo de Adviento, nos enmarca además la vivencia de la esperanza. Atraído por los bienes futuros que ya pre-gustamos, vivimos diligentemente. De manera preventiva guardándonos de que no se embote nuestro corazón con el pecado y activamente estando despiertos. Una de las definiciones clásicas de la oración es elevatio mentis in Deum; la esperanza nos ha de mover a despegar nuestra atención de lo caduco y finito y abrirla a Dios.
Sí, esperanzadamente activos, mas con humildad, pidiéndole a Dios que Él nos dé la firmeza en la espera, pues sin Él no podemos nada. Sólo el que conoce su incapacidad y como un mendigo pide a Dios, podrá preservarse de estar aturdido por el vicio y estar vigilante ante su venida. No está lejos. Aunque no tenga Dios previsto que seamos testigos desde este mundo de la Parusía, siempre lindamos con nuestra propia muerte.
La Eucaristía es el centro de nuestra vida y la celebramos "mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo".
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