lunes, 23 de noviembre de 2009

Antífona de comunión. Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo/Salmo 29(28),10s

Paso a glosar la antífona de ayer.
El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 289,10s).
Son muchos los Salmos en que hay referencias directas o indirectas a Dios como Rey; incluso los especialistas han llegado a discutir si entre las tradiciones cultuales de Jerusalén había una fiesta de la entronización de Dios. En cualquier caso, el arca, que se encontraba en la entraña y centro del templo, era conocida como el "trono de Yhwh" (cf. Jr 3,16s; 1 Sam 4,4).

El Señor ha sido entronizado, tras su resurrección a la derecha del Padre. Pero en la Eucaristía se hace presente como Rey en medio de su pueblo; el Cuerpo que está verdadera, real y sustancialmente presente es el del soberano de todo el universo. Es más, este Rey todopoderoso y humilde, mediante la comunión hace su entrada en ese templo que somos cada uno de nosotros. Cuando comienza la procesión para recibir al Señor y baja del presbiterio el ministro, parece resonar en el templo:
Aparece tu cortejo, oh Dios, el cortejo de mi Dios, de mi Rey, hacia el santuario (Sal 68,25).
Sí, es el cortejo de Dios hacia ese santuario que somos cada uno de nosotros. Y, ante su llegada, el salmista nos dice:
Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la Gloria (Sal 24,7).
Una llamada a estar en gracia para recibirlo y, no solamente eso, sino a que, por la purificación de toda afección desordenada, con un corazón puro, lleguemos a recibirlo algún día sin presentar ningún obstáculo, con una total apertura.

Al comulgar, en ese templo que es el fiel, el Señor se sienta como Rey eterno. Y desde su trono rige el mundo y bendice a su pueblo con la paz. Presente en nosotros, en ese momento, toda la creación, toda la historia, gira en torno a nosotros, no porque seamos el centro del mundo, sino porque el centro del mundo nos ha elegido como su trono. Y la gracia recibida en el sacramento nos capacita para que, mediante nuestro obrar, vayamos implantando su reino de paz en el mundo.

Desde ahí, desde su trono en nosotros, nos rige a cada uno y nos bendice con la paz. Que la paz de Cristo reine en nuestros corazones (Col 3,15).

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