domingo, 28 de febrero de 2010

Antífona de entrada CD-II.1 / Salmo 27 (26),8s


Oigo en mi corazón: "Buscad mi rostro". Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro (Sal 27 (26),8s).
En este domingo, en el que los evangelistas nos narran cómo sobre la montaña santa resplandecía el rostro de Jesús, como comienzo de la celebración de la Eucaristía, cantamos estos versículos del salterio.

En lo más íntimo de todo hombre suena esta llamada, esta vocación. Buscar el rostro de Dios es el anhelo más profundo del hombre, el que determina todo su existir. La respuesta a él es lo que configura nuestra existencia. El creyente además lo escucha, le presta atención. Aunque no pocas veces en la vida, en mayor o menor medida, nos aturdimos para no oírlo o tratamos de satisfacer ese deseo con sucedáneos.

Este deseo no es como los instintos. Estos forman parte de la esencia de lo que somos. Aquí nos llama Alguien que no somos nosotros y, por ello, es una invitación a responder; a diferencia del instinto o las tendencias de lo material, este anhelo hace de la vida humana un diálogo. Del cual no me puedo desentender. Quien me da la existencia, me pone en conversación con Él; quien me da el ser, me da el para qué de ese ser como llamada a sí.

La participación en la Eucaristía es respuesta a esa llamada. El Señor, desde su misterio pascual, nos llama a contemplar su rostro. Acudir a la celebración es decirle: "Tu rostro buscaré, Señor". Pero es una búsqueda desde la humildad: "No me escondas tu rostro". Los hombres se dejan atraer por muchas riquezas y las conquistan con la fuerza de su brazo. Nosotros buscamos lo inconquistable, lo que solamente puede ser nuestro como don.

Y buscamos la contemplación que nos diviniza. Contemplación y divinización que pregustamos de manera cimera en el misterio eucarístico a la espera de su realización escatológica.
Cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
[Un comentario a la Antífona de comunión de este domingo lo podéis encontrar aquí]

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