domingo, 14 de febrero de 2010

Antífona de comunión TO-VI.2/Jn 3,16


Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna (Jn 3,16).
En la Eucaristía, ciertamente el Hijo se nos da, es a Él a quien recibimos y es también Él mismo quien da. Pero también es un don del Padre. La Encarnación y el misterio Pascual son una entrega que hace el Padre de lo que es más suyo, de su Hijo, de quien es uno de la Trinidad. Pero no es el don de algo impersonal, por ello es don del Padre y del Hijo en unión con el Espíritu Santo.

La Eucaristía, al ser memorial del misterio pascual de Cristo, lo es también de la entrega que hace de Él el Padre. En la comunión, el Hijo se nos da como comida, pero es alimento que también nos da el Padre. Y nos da lo que ama, al Hijo, y nos lo da por el mismo motivo, porque nos ama. El amor mueve a dar amor. El infinito amor del Padre al Hijo nos da la medida del amor que nos tiene como para hacernos entrega de Él.

Esta entrega del Hijo a la Cruz lo fue para que todo el que crea en Él no guste la muerte eterna del alma. Ella se nos hace presente en la celebración eucarística. Y esa entrega hecha de una vez para siempre y que en la liturgia se hace para mi, tiene lugar para que yo crea en el Hijo y creyendo en Él tenga vida eterna.

Lugar para agradecer el don del Hijo y, con él, la entrega que hace el Padre. ¿Y de dar gracias por el Espíritu en virtud del cual puedo creer en Cristo para tener vida eterna?

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