Religión en Libertad ha lanzado una campaña para pedir al Rey que no sancione con su firma la futura ley del aborto. Más allá de la oportunidad o no de esta recogida de firmas, de si servirá o no para algo, de si detendría o no la efectividad de la ley, etc. Este hecho nos plantea una cuestión de suma importancia en medio de la mentalidad en la que vivimos: las relaciones entre ley y conciencia.
Según el art. 62.a de la comatosa Constitución española, corresponde al Rey "sancionar y promulgar las leyes". Este acto, como todos aquellos ejecutados en su condición regia, "serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes" (art. 64.1). De modo que "de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden" (art. 64.2). Es decir, de esos actos el Rey es irresponsable. ¿Pero ante quién y de qué?
Esta irresponsabilidad es solamente jurídica. Pero el bien y el mal no emanan de las leyes humanas. De éstas, únicamente nace lo legal o ilegal. El Rey, lo mismo que cualquiera de nosotros, no es solamente alguien con personalidad jurídica, sino que es también y, ante todo, un sujeto moral. Precisamente la responsabilidad moral es el nido en el que se puede hablar de responsabilidad legal, pues la moral es anterior a cualquier ley. En una situación de absoluta anarquía, el hombre sigue siendo una criatura moral.
En el conflicto entre lo moral y lo legal, nace la necesidad de objetar motivos de conciencia ante una determinada ley. De lo que hasta la fecha no se ha hablado explícitamente, es de objetar motivos legales ante la conciencia. Aunque, en el fondo, algo así se ha dado en distintos regímenes autoritarios y totalitarios cuando se ha apelado a la obediencia debida; a la ley, claro está. En estos casos, ante lo que se está es ante una pretendida delegación de la conciencia.
Y digo pretendida porque ésta no se puede delegar nunca; soy yo quien responde, obrando de una determinada manera, a las preguntas que cada situación me presenta. Al ser una criatura libre, tengo que responder tomando una decisión. Los animales se limitan a seguir su instinto, en ellos no hay propiamente respuesta, sino reacción instintiva. Nosotros, en cambio, vivimos en diálogo con nuestro entorno y nuestro obrar es moral porque es voluntario y libre, tenemos que tomar una decisión sobre qué hacer. Inhibirse de responder o pretender delegar la decisión en otro es ya una decisión, es ya un acto moral. Y precisamente, porque respondemos ante lo que nos demanda una determinada situación, podemos hablar de responder ante alguien de nuestro obrar. Los animales no responden ante nadie porque no han respondido previamente, porque no tienen logos, no tienen en ningún momento una palabra que dar.
Por muy irresponsable que sea el Rey ante los tribunales, Juan Carlos de Borbón, el hombre, es un sujeto moral y, como tal, sus actos son morales. A esto no hace excepción ni la sanción ni la promulgación de una ley. Y otro tanto podemos decir de nosotros mismos, aunque no tengamos esos altos cometidos en nuestra vida. Ni los usos ni las costumbres ni las modas ni las leyes nos eximen de tomar decisiones en conciencia.
Y todos, creyentes y no creyentes, reyes y no reyes, responderemos ante el tribunal divino. Si esto no fuera así, si no hubiera una responsabilidad última absoluta, ¿cabría hablar de bien y mal en este mundo? Sin juicio final, ¿no quedaría reducido el obrar humano a lo conveniente, a lo relativo, a la ley del más fuerte?
Según el art. 62.a de la comatosa Constitución española, corresponde al Rey "sancionar y promulgar las leyes". Este acto, como todos aquellos ejecutados en su condición regia, "serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes" (art. 64.1). De modo que "de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden" (art. 64.2). Es decir, de esos actos el Rey es irresponsable. ¿Pero ante quién y de qué?
Esta irresponsabilidad es solamente jurídica. Pero el bien y el mal no emanan de las leyes humanas. De éstas, únicamente nace lo legal o ilegal. El Rey, lo mismo que cualquiera de nosotros, no es solamente alguien con personalidad jurídica, sino que es también y, ante todo, un sujeto moral. Precisamente la responsabilidad moral es el nido en el que se puede hablar de responsabilidad legal, pues la moral es anterior a cualquier ley. En una situación de absoluta anarquía, el hombre sigue siendo una criatura moral.
En el conflicto entre lo moral y lo legal, nace la necesidad de objetar motivos de conciencia ante una determinada ley. De lo que hasta la fecha no se ha hablado explícitamente, es de objetar motivos legales ante la conciencia. Aunque, en el fondo, algo así se ha dado en distintos regímenes autoritarios y totalitarios cuando se ha apelado a la obediencia debida; a la ley, claro está. En estos casos, ante lo que se está es ante una pretendida delegación de la conciencia.
Y digo pretendida porque ésta no se puede delegar nunca; soy yo quien responde, obrando de una determinada manera, a las preguntas que cada situación me presenta. Al ser una criatura libre, tengo que responder tomando una decisión. Los animales se limitan a seguir su instinto, en ellos no hay propiamente respuesta, sino reacción instintiva. Nosotros, en cambio, vivimos en diálogo con nuestro entorno y nuestro obrar es moral porque es voluntario y libre, tenemos que tomar una decisión sobre qué hacer. Inhibirse de responder o pretender delegar la decisión en otro es ya una decisión, es ya un acto moral. Y precisamente, porque respondemos ante lo que nos demanda una determinada situación, podemos hablar de responder ante alguien de nuestro obrar. Los animales no responden ante nadie porque no han respondido previamente, porque no tienen logos, no tienen en ningún momento una palabra que dar.
Por muy irresponsable que sea el Rey ante los tribunales, Juan Carlos de Borbón, el hombre, es un sujeto moral y, como tal, sus actos son morales. A esto no hace excepción ni la sanción ni la promulgación de una ley. Y otro tanto podemos decir de nosotros mismos, aunque no tengamos esos altos cometidos en nuestra vida. Ni los usos ni las costumbres ni las modas ni las leyes nos eximen de tomar decisiones en conciencia.
Y todos, creyentes y no creyentes, reyes y no reyes, responderemos ante el tribunal divino. Si esto no fuera así, si no hubiera una responsabilidad última absoluta, ¿cabría hablar de bien y mal en este mundo? Sin juicio final, ¿no quedaría reducido el obrar humano a lo conveniente, a lo relativo, a la ley del más fuerte?
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