sábado, 11 de septiembre de 2010

Antífona de entrada TO-XXIV / Cf. Eclesiástico 36,15(18)


Señor, da la paz a los que esperan en ti y deja bien a tus profetas; escucha la súplica de tu siervo y la de tu pueblo Israel (cf. Eclo 36,15(18)).
Los que trabajan por la paz son dichosos porque llegarán a la plenitud de la filiación divina (cf. Mt 5,9). Pero los tales saben, precisamente porque luchan por la verdadera paz, que ésta es para ellos inalcanzable, porque es tornar a la comunión con Dios.

Acudimos a la Eucaristía necesitados de paz, necesitados de reconciliación. Y laboramos por ella yendo a la celebración y pidiendo la paz a aquél en quien tenemos nuestra esperanza, pues es quien en nuestro bautismo nos la ha hecho vivir volviéndonos al paraíso de la comunión divina.

Jesús es el "príncipe de la paz" (Is 9,5), el es nuestra paz (cf. Mq 5,4) y también el donador de ella: "la paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14,27), pero no lo hace como el mundo, pues da su vida por esa paz. Su manera de pacificar es distinta, es cargar con el mal. Pero no solamente es que traiga la paz de manera distinta, sino que Él mismo es esa paz, pues la comunión con Dios, la reconciliación que nos trae, es la comunión con Él.

Y, sin embargo, también nos habla de división (cf. Lc 12,51) y de espada (cf. Mt 10,34), porque quien quiera esa paz tiene que pasar también por su misma persecución, por su Cruz.

Y esa paz que pedimos –no sólo individualmente, sino también como pueblo de Dios– y esperamos recibir en la comunión, y que lo hacemos sabiendo que esto supone la comunión en su Cruz, es realización de su Palabra en nosotros y manifestación a todos, en nuestras vidas pacificadas y crucificadas, de la verdad del Evangelio.

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