S. Juan Bautista, en su ministerio de preparación, dice a unos lo que han de hacer, a otros lo que han de omitir. Pero, como precursor, hay algo sumamente importante: el ser. Cuando es preguntado sobre cuál sea su relación con las promesas del pasado, él sabe quién es y lo dice, a la par que señala al que ha de venir.
Nosotros hemos de estar preparados para la venida del Señor siempre. Por ello, hemos de hacer el bien y dejar de hacer el mal. Pero también tenemos una función como precursores del Señor. La vida del Bautista era una interrogación para los contemporáneos. Y nuestra vida, en la medida que sea fiel al evangelio, es también una interrogación, un enigma, que suscita las preguntas de los demás sobre aquello que de verdad anhelan todos los hombres. La evangelización empieza por ahí; hacer aflorar la pregunta sobre Dios y el sentido último de la vida que todos llevamos en nuestro interior.
Y nuestra respuesta también ha de ser doble, debe negar y afirmar. Yo no soy, yo soy solamente un discípulo, a quien necesitas es a Jesús, el Hijo de Dios. Y, para ello, tenemos que vivir en humildad. En la humildad de saber quiénes somos. Quien no es humilde cree que puede, más o menos, ser su propio salvador. El que ha descubierto su pequeñez, quien se ha hecho niño, quien ha vuelto a su verdadero tamaño, sabe que no se puede salvar a sí mismo. Ese es el que puede entrar en el Reino de los cielos. Pero para ser precursor hay que decir quién es el Salvador. Y sólo lo decimos, si lo conocemos, si nos hemos dejado salvar por Él, si tenemos trato íntimo con Jesús.
Nosotros hemos de estar preparados para la venida del Señor siempre. Por ello, hemos de hacer el bien y dejar de hacer el mal. Pero también tenemos una función como precursores del Señor. La vida del Bautista era una interrogación para los contemporáneos. Y nuestra vida, en la medida que sea fiel al evangelio, es también una interrogación, un enigma, que suscita las preguntas de los demás sobre aquello que de verdad anhelan todos los hombres. La evangelización empieza por ahí; hacer aflorar la pregunta sobre Dios y el sentido último de la vida que todos llevamos en nuestro interior.
Y nuestra respuesta también ha de ser doble, debe negar y afirmar. Yo no soy, yo soy solamente un discípulo, a quien necesitas es a Jesús, el Hijo de Dios. Y, para ello, tenemos que vivir en humildad. En la humildad de saber quiénes somos. Quien no es humilde cree que puede, más o menos, ser su propio salvador. El que ha descubierto su pequeñez, quien se ha hecho niño, quien ha vuelto a su verdadero tamaño, sabe que no se puede salvar a sí mismo. Ese es el que puede entrar en el Reino de los cielos. Pero para ser precursor hay que decir quién es el Salvador. Y sólo lo decimos, si lo conocemos, si nos hemos dejado salvar por Él, si tenemos trato íntimo con Jesús.
2 comentarios:
Muchas veces a los fieles nos falta humildad para aceptar que Cristo actúa a traves de instrumentos imperfectos.
Nos gustaría que desde el Papa al último sacerdote recién ordenado fueran santísimos, inteligentísimos, simpatiquísimos y coincidieran en todo con nuestras opiniones.
Hoy un amigo sacerdote (que no es Ud.) me ha reconvenido cariñosamente por la crítica punzante que he hecho -en privado- al tono de las declaraciones de un obispo.
Me tomo la libertad de citar en público un párrafo del mensaje que he recibido:
'Seremos tontos, bobos de baba, herejes, o incluso lo peor de lo peor, pero cuando consagramos Cristo viene al altar y cuando decimos “yo te absuelvo” Cristo perdona'.
Sospecho que Dios nos invita a ser humildes y a llegar a ser uno que, como Ud. dice, "sabe que no se puede salvar a sí mismo" también a través de las carencias de los sacerdotes.
¿No está claro que en la imperfección resuena el "Yo no soy, yo soy solamente un discípulo, a quien necesitas es a Jesús, el Hijo de Dios"? Y precisamente, cuando el fiel acepta eso, sabe que por boca del sacerdote habla el mismo Jesús, que sus manos salvan.
Gracias. Que Dios los bendiga.
"Un día me miré al espejo y me dije atónito: “¡vaya! ¡Ahí no hay nadie! Pero, ¡yo soy!” Me palpé de arriba abajo. Nadie. Me busqué en el reflejo de los charcos, en el destello de los ríos, en la emisión de los cristales. Nadie. Intenté recuperar mis recuerdos, ser algo, siquiera, en la nada; fingir que era alguien aun siendo nadie, vencer la impotencia de no poder sentir el calor de la chimenea o el desliz de la brisa de la calle. Visité a mis mejores amigos y les perdoné sus más de mil traiciones. Nada. No sirvió de nada. Redimí mis pecados más inconfesables, soporté al vecino insoportable, me bañé en el mismo mar de ilusiones donde se asean los pobres de espíritu. Creí en un ser superior y fui el más humilde de los hombres. Abracé a mis hijos como nunca hasta el momento y les di mis proyectos, descubriendo la belleza de sus baúles de secretos. Sorteé los abismos del poder y repartí mis bienes entre los más miserables de la tierra. Me curtí de experiencias ancestrales echando flores a mis padres, recogiendo sus ejemplos y dando brillo a los reflejos que dejaron.
Otro día, esperanzado ante mi evolución, regresé a descubrir al menos una cana solitaria frente al espejo de hacía meses. “¡Vaya, ahí no hay ni nadie!” Me di cuenta de que, a pesar de los cambios, éstos habían llegado demasiado tarde. El mundo no quiso perdonarme a tiempo.
Desde entonces, vivo escondido en un halo de esperanza, aguardando que una brisa de la tarde sorprenda a los que digan mi nombre y me lleve el sonido de su palabra hasta mi infinito de intenciones. O al menos, unos labios tropiecen con los míos y, en un roce, me devuelvan a la vida con un beso de amor."
Fragmento de un libro titulado 60 cuentos, veinte lineas de Juanjo Abollado.
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