sábado, 9 de octubre de 2010

Antífona de comunión TO-XXVIII.2/ 1Juan 3,2


Cuando se manifieste el Señor, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es (1Jn 3,2).
"El Cuerpo de Cristo". Mientras el ministro lo muestra a cada comulgante, esto es lo que dice uno a uno para que cada quién manifieste individualmente su fe. Se trata de un momento en que vivimos anticipadamente las realidades escatológicas.

Estamos ante una epifanía. El mismo Jesús se nos manifiesta. Ciertamente con apariencia de pan, pero es Él quien se nos hace presente. En ella, no hay nada espectacular, como aquéllas de las que fueron testigos los israelitas en el desierto, más bien todo lo contrario. Sin embargo, es una mayor manifestación, pues la presencia es cualitativamente superior. El Cuerpo de Cristo no está presente en el pan, sino que es su Cuerpo; ya no hay pan, solamente su apariencia. Ahora bien, siendo una manifestación superior por ser sustancial, con todo, lo es bajo la apariencia de pan. Estamos pendientes de la Parusía, de su manifestación en gloria.

A la manifestación, como a otra cara de una misma moneda, le corresponde un conocimiento. Jesús se nos hace presente en la Eucaristía y nosotros lo contemplamos con la fe. El mero entendimiento humano solamente intelige que se trata de pan o, en su caso, de vino, pero no puede conocer que es el Cuerpo o la Sangre de Cristo. Nuestra inteligencia es sentiente, pues no somos ángeles; no conocemos al margen de los sentidos, pues no conocemos prescindiendo de nuestro cuerpo. Sin fe, el conjunto de sensaciones (color, forma, peso, olor, sabor, tacto,...) inteligidas nos llevarían a juzgar que es pan o vino.

En virtud de la fe y gracias a los sentidos, pues la fe también es sentiente ya que creemos en cuerpo y alma, sabemos que es el Cuerpo o la Sangre del Señor. ¿Cómo podríamos decir esto es el Cuerpo de Cristo sin los sentidos? No creemos a pesar de los sentidos, sino más allá de la mera intelección sentiente. Lo que no quiere decir que la fe la anule, sino que la eleva. Pero es un conocimiento bajo una apariencia sumamente humilde, un conocimiento que espera el encuentro sin ese velo y sin la limitación de la pequeñez de nuestra condición de peregrinos. Aguardando verlo en la plenitud de su gloria.

Entonces, "seremos semejantes a Él". Mas esa divinización ya ha empezado. La Eucaristía nos va transformando a los que ya, por el bautismo, somos hijos de Dios.

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