Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo (Sal 47(46),2).Desde Abraham, pasando por el pueblo de Israel, la Historia de Salvación va creciendo en esperanza desde lo más concreto y particular, un arameo errante, a lo más universal, los hombres de todos los pueblos y naciones. Esta universalidad de salvación se hace palpable en la celebración eucarística. El mismo misterio de salvación es celebrado en todas partes y, en la misa concreta en que participa cada uno, gran variedad de procedencias, condiciones, etc. entre los hermanos de fe.
Hay una llamada a que todos participen en la Pascua del Señor, es decir, a que reciban el bautismo y se sienten a la mesa del Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero también esta antífona es una llamada a que todos los que ya son de Cristo participen en la celebración de una manera muy precisa.
El creyente no es abstraído de su cultura, de su mundo, de su circunstancia. Sigue siendo, aunque no de la misma manera, de su tiempo y lugar.
[La Iglesia] realiza su tarea para que todo lo bueno que hay sembrado en el corazón y en la inteligencia de estos hombres, o en los ritos particulares, o en las culturas de estos pueblos, no sólo no se pierda, sino que mejore, se desarrolle y llegue a su perfección para gloria de Dios, para confusión del demonio y para felicidad del hombre (LG 17).La transformación de nuestra cultura no pasa por renegar de ella -el cristiano no es un sectario-, sino porque en cada uno de nosotros sea purificada, conservando lo bueno y, por la gracia, llevándolo más allá. Con ello, participamos en la Eucaristía y desde nuestra cultura elevada cantamos y alabamos a Dios. Llamados a bendecir a Dios, lo somos sin que tengamos que abstraernos de nuestro pasado y mundo y, al convertirnos a Dios, convertimos la cultura y el mundo en que hemos nacido, nos hemos criado o vivimos.
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