domingo, 27 de junio de 2010

Antífona de comunión TO-XIII.2/Jn 17,20s

Padre, por ellos ruego, para que todos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado –dice el Señor (Jn 17,20).
El Sacerdote que se ofrece a sí mismo como víctima y se nos da en alimento es el mismo que ruega al Padre por nuestra unidad, para que seamos uno en la comunión de personas divinas que es la Trinidad. Comulgar, la comunión, es un don que recibimos del Padre por la intercesión del Hijo en el Espíritu Santo.

A esta oración de Jesús se une la oración de la Iglesia. Así en la segunda de las plegarias eucarísticas, el sacerdote se dirige al Padre diciéndole:
Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo.
Un don, no una simple construcción humana. Pero un don que, como toda dádiva divina, no es al margen de los hombres. Sin él, no es posible esa comunión de vida entre los creyentes, no somos capaces de amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado. Pero, si somos refractarios a la gracia, si la secundamos débilmente, la unidad se ve resentida. La comunión nos da –permitidme que una vez más fuerce el lenguaje– la capacidad de comulgar, de comunir, de hacer esa unidad, porque nos da poder amarnos mutuamente.

Esa unión, esa comunión, hace visible al mundo el Cuerpo resucitado de Cristo, es un icono de la Trinidad, es perceptibilidad de la verdad de Cristo, pues hace palpable el fruto de su Pascua. Los Hechos de los Apóstoles nos hacen ver cómo la predicación primera iba acompañada de signos. Nuestro anuncio de la Resurrección del Señor ha de tener también un signo: nuestra unión, nuestro amor mutuo.

[Aquí tenéis el comentario a la otra antífona de comunión de este domingo]

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