Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre (Sal 102,1).
En este pequeño devocionario eucarístico, que vamos haciendo al ritmo de las antífonas de comunión de los domingos y días festivos, hoy nos sale al paso una invitación a la bendición. Se trata del arranque de un salmo en el que el orante da gracias a Dios por los beneficios que ha recibido. ¿Cuáles son para el que está participando en la Eucaristía? Una larga enumeración siempre se quedará corta y con una sola palabra corremos el riesgo de intentar definir lo que no tiene límites. Alabamos a Dios por Él mismo, Él es el beneficio.
Pero el versículo nos mueve a otra radicalidad, a una alabanza total. No se trata simplemente de considerar que Dios es digno de alabanza ni de decir con los labios o los pensamientos palabras de alabanza a Dios ni de entonar una melodía. Todo esto puede ser un inicio, pero no es la estación de término. Estamos llamados a que todo nuestro ser sea una alabanza. No que la suma de los actos de todas mis potencias lo sean de alabanza, sino que yo sea un solo acto de alabanza. Aunque con la limitación de nuestra vida mortal, sin límite de espacio ni de tiempo, que no fuera simplemente una suma de momentos de alabanza en cada uno de los lugares, sino que todos los momentos lo fueran en la unidad de la alabanza. Y una alabanza, una, que no tenga ninguna división ni separación ni tampoco mezcla ni confusión con lo que la mueve a la alabanza, que es la bondad divina; alabanza por la comunión en comunión.
¿Cómo llegar ahí? Ciertamente es don y la Eucaristía es gracioso alimento para hacer el camino. Agraciados por ella, graciosamente recorramos la vía hacia la acción de gracias perfecta, que será andar en agradecida alabanza.
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