Este pasaje del evangelio puede resultar chocante. Hay personas a las que no, pero no precisamente por estar ya más allá de donde están los discípulos del episodio de la tempestad calmada, sino porque es un relato que forma parte del paisaje cultural. Este es uno de los grandes problemas de quien escucha la Biblia en determinados entornos. Alguien pasa toda su vida delante de una magnífica fachada y, a base de verla todos los días, no la ha visto nunca. ¿Por qué les hace un reproche Jesús? ¿Acaso no han acudido a Él? ¿Es que una tormenta de esas dimensiones no es para sentir miedo?
La escena guarda un fuerte contraste con la del primer capítulo de Jonás. Los dos duermen en medio de una tormenta; Jonás en la bodega, Jesús en el lugar del timonel; en un caso la tormenta se calma cuando el profeta es arrojado al mar, en el otro el protagonista con una voz de mando lo realiza. En el evangelio, estamos ante alguien que es más que los profetas del AT. Sin embargo, el lector se da cuenta de que los discípulos no le llaman Señor, sino maestro; acuden a él como a un rabí, acaso el más grande, pero solamente como a tal.
Jesús da una orden y todo se calma (cf. Jb 38,8-11). Un maestro tiene palabras, pero habla sobre algo, da conceptos. Este maestro habla con autoridad, desde sí mismo, sin apoyarse en otras autoridades y no habla sobre cosas, se dice a sí mismo desde sí mismo; su último apoyo es Él. Pero además su palabra tiene una efectividad que no tienen las de los otros hombres. Los discípulos han visto cómo las enfermedades eran vencidas y cómo obedecían hasta los malos espíritus; ahora las más grandes fuerzas de la naturaleza se rinden.
Jesús les reprocha su cobardía, no que hayan sentido miedo. Sentirlo ante un peligro real o ante lo desconocido no es malo, el problema es ser dominado por él. Esos discípulos, que, como todos nosotros, han sido creados para ser los rectores de la creación, se encuentran acobardadados. Coinciden con Jesús en la misma barca, guardan incluso una relación estrecha con Él, pero aún no están en Cristo (cf. 2Cor 5,17); aún no tienen fe. Cuando me acobardo -no estoy hablando de enfermedad psicológica, esta precisaría otros matices– y en la medida que lo hago, estoy recibiendo una invitación a estar más en Cristo.
Los acobardados discípulos, tras la calma, quedan con una interrogación y algo más. ¡Qué importante es quedarse con una pregunta! ¡Qué bueno que nos regalen interrogaciones que nos vayan abriendo más allá de nosotros mismos! La confesión de Pedro tendrá que esperar hasta Cesarea de Filipo, mientras tanto, Jesús se sigue diciendo en sus parábolas y en sus hechos.
Pero no solamente se vuelven "admirantes y preguntantes", sino que, antes de ello, los cobardes quedan con miedo ante lo acontecido. Están en el comienzo de la sabiduría, sienten el estremecimiento ante la divinidad, pero no tienen palabras; saben en un sentir pre-verbal que, de momento, solamente les abre en interrogación admirativa. Es un temor distinto, en vez de cerrarlos en la cobardía y paralizarlos, les abre más allá y los mueve a un camino de conocimiento y comunión con Cristo.
1 comentario:
Jesús sólo permite un naufragio: el del miedo.
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