El que come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él –dice el Señor (Jn 6,57).Recordando el camino por el desierto, el Sal 78,25 dice que Dios los sació dándoles a comer pan de ángeles. De esta manera, también denominamos a la Eucaristía y cantamos Panis angelicus.
Sin embargo, no deja de ser una metáfora. Los ángeles se sacian de divinidad en la presencia de Dios, pero no son hombres, no comen ni beben. Nosotros sí y al diablo –¡un ángel! (uno de los elohim, cf. Sal 8,6)– no habría cosa que más le satisficiera que nos creyéramos llamados a ser ángeles, seres espirituales puros, e intentáramos prescindir de lo corporal, de lo material, para tratar con Dios. Creados para la divinización, nos tienta con creer que ser divinos es ser como ángeles (¿No podría leerse así el anfibológico elohim de Gn 3,5?), aunque otras veces nos haga creer que no pasamos de animales. Pero, incluso cuando nos tienta de esta manera, la referencia a lo angélico –a sí mismo– está ahí, bien para negar que lo espiritual sea para un simple animal, bien para creer que ese sólo animal es de por sí un ser divino. Y no, Dios no quiere negar nuestra humanidad, sino divinizarla.
Comer su Carne y beber su Sangre. No simplemente algo así como mi Carne y mi Sangre ni el símbolo de ellas ni siquiera un pan en el que esté mi Carne o un vino en el que esté mi Sangre. Mi Carne y mi Sangre. Y comerlas y beberlas realmente. Tampoco se trata de un acto simplemente simbólico, sino que es manducación y bebida verdaderas, auténtica acción de comer y beber.
Y fijémonos que no se trata tampoco solamente de que Dios esté en mí, como si yo fuera un sagrario. El que se va a acercar a comulgar va a estar también presente en Dios. Porque es comida divinizadora. Así como mutuamente las tres divinas personas están las unas en las otras, esta comida y bebida divinizadoras, sin negar lo que somos, nos lleva a esta mutua inhabitación. Sí, Jesús en mí... y también yo en Él.
[La otra antífona de comunión de este domingo la tenéis aquí]
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