Hasta el gorrión ha encontrado una casa, y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, rey y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (Sal 84,4s).
El salmista, que ha comenzado una peregrinación hacia Jerusalén, expresa en los primeros versículos sus sentimientos. Él vive, como la mayoría de los judíos, lejos del templo, lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo, y probablemente sólo pueda acudir a él en las fiestas de peregrinación. Su deseo de estar allí lo expresa comparándose con las aves. Ellas pueden estar continuamente en el templo, encontrando refugio y habitación en algún rincón de su arquitectura. Pero más dichosos aún los sacerdotes que están continuamente en él ofreciendo sacrificios y alabando a Dios.
Estas palabras, como antífona de comunión, resuenan en el interior del fiel que se acerca a comulgar. La procesión de la que forma parte en ese momento es imagen de la peregrinación de la vida. Al comulgar, pregustará los bienes celestes y esto aumentará el deseo de tener la dicha, no de los sacerdotes de la antigua Alianza, sino la de los santos que están continuamente en la presencia de Dios, que en el templo no hecho por manos humanas celebran, en comunión del Sumo y Eterno Sacerdote, la liturgia celeste. Y este deseo mueve a peregrinar con más ímpetu, con creciente esperanza, avanzando con esos pasos que son nuestras obras de amor. Cuanto más queremos llegar al término de nuestra peregrinación, más nos entregamos a este mundo, pues el amor es lo que más acelera nuestro caminar.
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