Con aire inconfundiblemente triunfal, aunque sereno, una de las sopranos muestra otra de las facetas del Misterio Pascual:
Subiste a lo alto llevando cautivos, te dieron tributo de hombres: incluso los que se resistían a que el Señor Dios tuviera una morada (Sal 68 (67),19).
El salmo es un himno que tiene como contexto originario cantar la marcha del pueblo de Israel desde la revelación del Sinaí hasta Jerusalén, a cuya cabeza va el mismo Dios. El verdadero protagonista es Él, el pueblo se beneficia de su iniciativa. El punto culminante es la entrada de Dios en el templo de Jerusalén, en lo alto del monte Sión.
Jesús también sube a lo alto, pero no a la cima de un monte; también entra en el templo, pero no en uno hecho por manos humanas. Jesús, tras su resurrección, penetra en el santuario celeste y lo hace como un vencedor. Su ascensión es como la marcha en triunfo de un guerrero al volver a su ciudad. En su cortejo lleva cautiva a la cautividad, toda la creación es tributaria de él, nada ni nadie se ha podido resistir a su victoria, a que penetrara en el santuario del cielo.
Pero lo mismo que el Señor iba al frente de su pueblo caminando por el desierto, abriendo paso hasta la tierra prometida, así la Ascensión es la cabecera de una larga marcha. La historia personal de cada uno no es sino dilucidar cómo va a formar parte de ese triunfo, si como alguien que comparte su victoria o como los que se resistieron a que subiera a lo alto.
Los grandes vencedores son siempre magnánimos. A nada que seamos algo sinceros con nosotros mismos, fácilmente nos daremos cuenta de que nosotros deberíamos de engrosar el número de los que se resistieron a su victoria. Pero ésta lo ha sido para hacer cautiva a la cautividad que me tenía prisionero y me incapacitaba para darle mi sí.
Muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos (Hb 2,14s).
Continuaremos.
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