Que se postre ante ti, ¡oh Dios!, la tierra entera; que toquen en tu honor; que toquen para tu nombre ¡oh Altísimo! (Sal 66(65),4).
La Eucaristía es un acto de culto. Al comenzar la celebración, esta antífona nos pone en actitud de adoración a Dios. Ciertamente el sacramento es para el hombre, pero éste nunca es el centro. Todos los sacramentos, cada uno con su matiz propio, son para el hombre, para que pueda adorar y alabar a Dios, que es ahí donde encontramos plenitud; mas sin la gracia esto no nos es posible.
La Eucaristía es memorial del Sacrificio redentor, el cual lo fue para nuestra salvación; pero, a la par y ante todo, pues Dios siempre es lo primero, fue la ofrenda de culto que el hombre nacido lejos de la gracia no podía realizar. El misterio pascual realiza nuestra redención para que nosotros podamos unirnos a la oblación al Padre de Cristo en la Cruz.
Al final de la plegaria eucarística, el sacerdote toma la patena con el cuerpo de Cristo y el cáliz con su sangre, los sostiene elevados y dice:
Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
Entonces el pueblo aclama con la que tal vez sea la palabra más importante que pronuncie en toda la celebración: "Amén". Con ella, se une a la oblación de Cristo y por medio del Sumo y Eterno Sacerdote, en la unidad del Espíritu, se ofrece como víctima en unión a la Víctima.
Los frutos de la tierra y del trabajo del hombre, el pan y el vino, han sido previamente presentados para ser transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Y los creyentes, unidos al nuevo Adán, hacen lo que el viejo Adán no quiso hacer, su misión de liturgo, y ofrecen, en unión al Sacerdote, toda la creación material como acto de adoración. Toda la creación es para la adoración.
Y esta vocación universal al culto a Dios nos dice que todos los hombres están llamados a unirse a ella y, entonces, la antífona nos recuerda que, además de culto, la misa es misión; nos envía para que retornemos con más hombres que, hechos hermanos por el bautismo o reconciliados por la penitencia, se unan a la oblación que Cristo realizó de una vez para siempre.
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