viernes, 21 de enero de 2011

De dioses y hombres

[La ilustración de hoy la cede el otro hijo de la lectora de ayer]

De dioses y hombres (Des hommes et de dieux, 2010) es una película sencilla y profunda. Para hacer un film bueno, basta una dirección correcta y un buen guión; sobre esta base, todo lo demás que se añada mejorará el resultado final, pero, sin esto, hay poco que hacer.

Xavier Beauvois dirige más que correctamente –preciosa luz y colores en los exteriores– y el guionista Etienne Comar y el propio director parten de una historia sobrecogedora, dramática y, por ello, profundamente humana. Si hubiera sido trágica, algo de humanidad se nos habría hurtado. En el drama, por doloroso que éste sea, tenemos una historia abierta, en la que el hombre, hasta el último momento, tiene la posibilidad de definirse, incluso ante lo inevitable; y abierta también a que sea más que meramente humana.

La historia que narra nos estremeció hace años, en los momentos de la gran crueldad del islamismo terrorista del GIA argelino. En Tibhirine, hay un priorato trapense, Ntra. Sra. del Atlas. Allí, en la última semana de Cuaresma de 1996, siete monjes fueron secuestrados y, al no ceder los gobiernos de Argel y Francia a las peticiones terroristas, fueron asesinados la última semana de Pascua.

Sabían lo que ocurría a su alrededor, sabían que les podía ocurrir; especialmente desde la noche de Navidad. La película refleja la presencia de estos hombres en una sociedad abrumadoramente islámica y el contraste de su caridad con la presencia del terror islamista sobre los argelinos. Pero también el proceso de esos hombres de oración, de su superación del miedo, de sus deseos de huir, hasta poder llevar a plenitud la entrega que un día, en la profesión monástica, hicieron al Amor más grande.

Sí, es una historia de amor, de enamoramiento profundo, de saber amar hasta al enemigo. Pero una historia de hombres. Su debilidad es patente y esto hace manifiesto de dónde les viene la fortaleza. La oración desde la fragilidad llega a convertirse en un grito en medio de la noche.

Es una lástima que no se hayan subtitulado los cantos litúrgicos. Éstos son un gran acierto del guión; la selección de horas litúrgicas, himnos, salmos, gestos,... son la mejor glosa explicativa de lo que está pasando. Más aún, el amante de la liturgia encuentra nuevas profundidades en la oración encarnada en una historia de amor crucificado.

Muchos cristianos siguen siendo asesinados, por serlo, en el mundo. No todos los discípulos de Cristo están llamados al martirio, pero todos tienen la vocación de amar con amor divino.

2 comentarios:

Alcides Bergamota dijo...

Hemos visto por fin la película el viernes pasado. No nos defraudó, es sobrecogedora. No puedo añadir mucho más a la estupenda glosa que comento, sino insistir en algunos aspectos: se trata sin duda de una película sobre la oración, la fuerza y el poder de la oración, pero también sobre la oración como primer remedio a los males y como presencia en la vida diaria. La comunidad está a punto de sufrir una gran crisis ante el peligro que acecha, y es la oración la que logra mantenerla unida, más todavía que el sentido del deber hacia los habitantes del pequeño pueblo cercano al monasterio. Es un matiz importante.
Coincido en lo importante que hubiera sido subtitular las oraciones, para que el espectador que no comprenda el francés pueda leerlas en español.
Estéticamente, parece por momentos un tratado de pintura española. Hay primeros planos de los monjes que parecen la recreación de algunos personajes de Velázquez o de Zurbarán.
Hay una cena, tremendamente emotiva, que viene a ser una recreación o al menos una alusión a la Última Cena me parece. Cristo está presente aunque no aparece en pantalla (no se le representa por medio de un actor), y los monjes pueden recordar a los apóstoles. Sólo son nueve y no hay Judas, pero ya están vendidos y vendrán a buscarlos durante la noche. Tal vez la comunidad al completo, los nueve juntos, simbolice en esa escena a Cristo. Espero no estar diciendo nada inconveniente.
Y lo más extraordinario sea quizá esa cotidianeidad, esa normalidad del día a día, la naturalidad con que la oración está presente, y también la naturalidad con que se recrea el paso de la vida, el paso de los días, sencillos, banales, pero magníficos por la presencia de un Dios cotidiano y cercano.

Alfonso Gª. Nuño dijo...

Lo de la última cena está muy bien visto. Está reforzado por el morado previo de la estola que anuncia la Semana Santa. Además la música que pone uno de ellos es el Lago de los Cisnes de Tchaikovsky. La música sin letra, música antes de morir, pero ese último canto no necesita palabras porque ahora lo que hablarán serán los hechos, la muerte.