Tanto la continuación del recitativo como de la tesitura le había servido a Andel para unir la profecía de Ageo con la de Malaquías, pero una vez introducida ésta, da paso a un aria en la que el bajo canta el siguiente versículo de Malaquías.
«¿Quién podrá resistir el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca?». El Señor-Mensajero era buscado y deseado, como vimos; no obstante, a su llegada nadie va a quedar en pie. Nos resistimos, mas, en el fondo, deseamos que venga y lleve a cabo lo que no somos capaces de hacer y nuestra soberbia trata de evitar porque teme.
El Señor-Mensajero trae la gloria divina a su Templo y con su luz hace patente la verdad de cada uno. Cuando llega a su santuario todos estamos de pie como el fariseo (cf. Lc 18, 10-14), creyendo que nuestra justicia depende de nosotros, sin reconocernos pecadores o haciéndolo únicamente hasta cierto punto, hasta el límite al que puede llegar la razón natural. Solamente su manifestación, al ponernos en contraste con Él, desvela, ante nosotros, lo que verdaderamente somos. La raíz de la soberbia y la incapacidad para amar con amor divino cobran relieve con la cálida Luz del Amor.
¿Quién puede por sí solo ocupar el puesto del publicano? ¿Quién puede, con sus fuerzas de creatura, recorrer la distancia más larga del universo, la que hay entre el fariseo y el publicado compungido? Guiados por nuestro entendimiento podemos llegar a conocer cómo obramos contra la ley natural. Sí, hemos visto que nuestros actos no eran conformes a norma; tal vez hasta nos hayamos teñido de culpabilidad y negrura. Pero, aunque reconozcamos, guiados por la mera inteligencia, que hemos actuado contra lo dispuesto por el creador, no sabemos con total radicalidad que somos pecadores, ni que hemos pecado, en el sentido más fuerte posible, por mucho que reconozcamos que hemos realizado acciones moralmente malas. Y además, ¿cómo encontrar la salida?, ¿cómo hacernos justos a nosotros mismos?
Necesitamos escuchar la voz de la conciencia. Sólo Dios nos descubre la verdad en plenitud, porque ser pecador es ser de una determinada manera en relación a Él, Amor puro; porque pecar es actuar de una determinada manera en relación a Él, Amar puro. Y eso lo conocemos porque nos lo muestra y con la fe nos capacita para conocerlo a Él. Y, cuando esto tiene lugar, a la par de su justicia, que nos dona la verdad, nos muestra su misericordia, que de esperanza nos llena. La Ley se limitaba a hacer conocer el pecado (cf. Rm 3,20). La Verdad, Jesús, nos postra como a Pedro en la barca (cf. Lc 5,8), la esperanza nos invita a abrir los labios como el publicano en el Templo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» (Lc 18,13).
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