sábado, 20 de diciembre de 2008

El Mesías de Händel VII

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Händel ha ido subrayando y dando expresión a las palabras con recursos musicales; así, por ejemplo, en "be exalted" ["se levanten" en la traducción española usada], el tenor se iba al agudo y prolongaba la sílaba tónica, como si se tratara de un melisma gregoriano. Ahora será el hecho de que cante el coro el que ponga el énfasis en este último versículo de este fragmento del primer oráculo del Déutero-Isaías con que comienza el oratorio: "Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos -ha hablado la boca del Señor-" (Is 40,5).

Todavía es pronto para ver la esencia divina, ello será más tarde: "Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Entre tanto, mientras caminamos por la Historia, se nos regala la perceptibilidad de la gloria divina.

La gloria, en la Biblia, no es la gloria tal y como se suele entender en el lenguaje corriente. La gloria de Dios es su desnuda presencia en un mundo que trasciende, al que Él no pertenece. Las cosas están presentes en el mundo formando parte de él. Los hombres no solamente estamos presentes, sino que nos hacemos presentes desde nosotros mismos, pero siempre formando parte del mundo. Dios no, Él es Santo, no forma parte del mundo, pero desde sí mismo se hace presente en él. Y ese estar presente en el mundo trascendiéndolo es su gloria.

La gloria de Dios llena la tierra, pero, en el AT, está especialmente en el Templo de Jerusalén; antes lo había estado en la Tienda del Encuentro en el camino del Éxodo. Esa gloria divina se hace percibir sensorialmente de modo extraordinario en algunos momentos; son las teofanías. Constantemente se recuerda la grandiosidad de las mismas en el monte Sinaí. Pero éstas no tienen lugar solamente en fenómenos naturales; Dios, ante todo, se da a sentir en la Historia. Y el creyente, al percibirlo, reconoce que es la gloria divina; esto es glorificar a Dios.

El profeta anuncia que la gloria divina va a tener una manifestación especial; todos la van a poder ver y lo harán unidos. Jesús es el gran revelador de la gloria divina, pues en Él no solamente se hace papable, visible, audible, etc (cf, 1Jn 1,1), sino que su humanidad está unida hipostáticamente a la divinidad; quien hace perceptible la gloria divina es el Hijo de Dios. Pero solamente sus paisanos pudieron por la fe reconocerla, es decir, glorificar a Dios. Muchos vieron la humanidad de Jesús, como veían la de cualquier otro hombre, pero no todos reconocieron la gloria divina (cf. Lc 17,11-19). Algunas veces se juntaban miles, pero, por muchos que fueran, eran pocos.

En la Iglesia, la gloria de Dios se manifiesta a más de muchas maneras, eminentemente en la Eucaristía. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, el amor mutuo entre los hermanos, manifiesta su glorioso cuerpo resucitado a los hombres. Pero será en la culminación de la Historia, en su Parusía, cuando se haga patente a todos. En su espera, deseándola y pidiéndola, amémonos los creyentes unos a otros para hacer visible su gloria. Abramos los sentidos de la fe purificando el corazón, para reconocerla en la comunidad reunida en su nombre, en su Palabra, en la Eucaristía,... y en los pobres. Y, descubriéndola en todo, glorifiquemos a Dios.

Aún nos queda un poco de este versículo; otro día.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Al terminar la Misa, el sacerdote nos exhorta: "Glorificad a Dios con vuestra vida..." eso fue lo que Jesús hizo y sigue haciendo.

Solamente podemos glorificar a Dios con nuestra vida.
Si los que nos decimos cristianos lo fuesemos de verdad, el mundo estaría en llamas y todos conocerían que Jesús es "Dios con nosotros".