domingo, 19 de abril de 2020

VII - Estación: Jesús muestra a los suyos su carne herida y vencedora. Jn 20,26-29




los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».


No era una imaginación ni una alucinación de quienes se lo habían contado. No era un fantasma quien se le había aparecido a Tomás, podía tocar esa carne nacida en Belén y crucificada en Jerusalén, aunque no le hubiera hecho falta, hubiera bastado con la fe.

La misma carne, aunque no lo mismo. La misma que vieron sus ojos caminando por los polvorientos caminos de Galilea, la que se mojaba en el agua y olía con el sudor por el calor sofocante de aquellas tierras: la carne de Aquél a quien quiso.

Pero una carne que ahora estaba glorificada, que era vencedora del pecado y de la muerte. Era Él, pero había resucitado.

Mas estando glorificada no era una carne desmemoriada, sino que era una carne testigo de la historia, de lo que había pasado. Memoria de toda una vida, desde el sí de María hasta las heridas de la pasión. En esa carne todo había dejado huella y la gloria de la resurrección no lo había rechazado. En esa carne estaba todo guardado, todas las palabras compartidas aquellos años, todo.

Esa carne de Jesús, impresa de historia y glorificada, es para nosotros promesa y esperanza. Dios quiere no sólo tener presente todo, sino que quiere que en nuestra carne, cuando resucitemos por su amor, esté inscrito todo lo que fuimos. Lo malo también estará presente, pero estará eternamente perdonado, en carne estará presente por siempre su misericordia para conmigo.

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